/JAVIER OLIVARES
La muerte se conmemora, el nacimiento se celebra. Conmemorar la muerte significa retenerla en la memoria y evocarla de cuando en cuando porque necesitamos revivir la persona, su paso por la vida, su obra, su legado. El año pasado hizo setenta de la muerte de Manuel Machado, que goza de menos vida eterna que Antonio siendo los dos tan hermanos y estando tan unidos. Porque no hubo caso entre ellos.
Cuando Miguel Pérez Ferrero comentó con Antonio Machado que pensaba escribir una biografía suya y le preguntó por algún aspecto que quisiera ver tratado, sólo le expresó su deseo de que la biografía se extendiera también a su hermano Manuel. El libro se publicó con el título Vida de Antonio Machado y Manuel.
No fue Antonio "el hermano de Manuel", como se atribuye con cierta verosimilitud a Borges, tantas veces inoportuno, pero tampoco al contrario. Todos hemos creído que en dicha relación había admiración de Manuel por Antonio porque éste alcanzó más nombre y proyección. Pero quienes los conocieron y dejaron muestra escrita de tal relación afirman que la admiración era mutua. Antonio siempre vio en Manuel a su hermano mayor, aunque sólo lo fuera por once meses. Así lo refiere Gerardo Diego en su libro Manuel Machado, poeta: "He sido testigo muchas veces de la respetuosa admiración de Antonio por Manuel, no menos que de la ternura profunda de Manuel por Antonio y de su reverencia para el genio fraterno". Ni siquiera la guerra incivil los distanció, pese a sus diferentes posiciones. Siguieron unidos y mandándose noticias cuando Antonio emprendió su penúltimo viaje.
Poco habilidoso para autopromocionarse, hubo Antonio de seguir un indeseado periplo como profesor de francés: Soria, Baeza, Segovia, Madrid. Pero la necesidad y la virtud le facilitaron su adaptación y su producción literaria se mantuvo constante, aunque la publicación no siempre fuera inmediata. De hecho, no dejó de añorar los paisajes soriano, jiennense y segoviano-madrileño, amén de París, su Meca reiterada.
En un principio, Azorín no incluyó a Antonio Machado en la nómina de la Generación del 98, pero sí más adelante, considerándolo incluso como "el poeta" del grupo. Sin embargo, el propio Machado, por pura razón de dad, no se consideró noventayochista; tenía solo trece años cuando el Desastre y su obra comenzó a publicarse varios años después. Respetó a Unamuno como "el mayor" del 98, no sólo por el mero dato biográfico de su nacimiento (1864), sino por la madurez que su obra ya había adquirido por aquel entonces y por la admiración que despertó en él la filosofía unamuniana.
Hace medio siglo que Aurora Albornoz dedicó su tesis doctoral justamente a este interesante objeto: Presencia de Miguel de Unamuno en Antonio Machado. Ciertamente la autora puntualiza bastante y con razón el alcance de dicho título. A mi juicio, eran dos caracteres muy distintos, incluso opuestos. Unamuno era creyente a su manera; Machado, increyente a la suya. El casticismo español unamuniano era de choque; el machadiano era sosegado e irónico. En cuanto a su "filosofía", aunque Machado declara que la suya era la de Don Miguel, había en ello, según creo, más admiración que coincidencia.
Los hombres del 98 o cercanos a esa fecha central de la contemporaneidad española bebieron en las fuentes literarias, filosóficas y políticas europeas, en las que la monarquía y la religión habían cedido enteros al republicanismo, al liberalismo y al socialismo agnósticos y la filosofía escolástica tradicional hacía tiempo que desapareció a manos de las nuevas corrientes racionalistas e irracionalistas, al utilitarismo, al darwinismo, al marxismo, al existencialismo. Los dos hermanos se educaron en la Institución Libre de Enseñanza y a sus maestros dijo Antonio que guardaba "vivo afecto y profunda gratitud". Pero, como apuntó oportunamente Tuñón de Lara (Antonio Machado, poeta del pueblo), se mantuvo lejos de los propósitos institucionistas de la formación de minorías. Y no fue mal complemento de su formación varios periodos de trabajo que pasó en París.
En este contexto, no ahorró Machado críticas a la moda filosófica europea derivada del kantismo y del idealismo alemán acerca de la identificación del objeto de conocimiento. El idealismo le parece artificioso y él se acoge a un realismo ingenuo pero hábilmente expuesto en forma apodíctica difícilmente refutable: "El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas/ es ojo porque te ve".
Pese a su autoproclamado unamunismo, Machado no lucha con Dios ni le reclama nada. Su vivencia religiosa es casi nostálgica, como "de vuelta", y acaso pesarosa de su debilidad. A veces trata esta cuestión refugiándose en la ironía, que no era sino mera táctica para desplazar el problema hasta mejor ocasión. Por lo demás, aunque con no pocas punzadas críticas, fue muy respetuoso y sensible para con las creencias religiosas populares, en las que creía entrever lo que la razón filosófica no le alcanzaba. En una palabra, luchó a su manera: suave, irónica, amable, nostálgica, impotente, como mirando por una rendija insuficiente. Creyó "en una fe que nace/ cuando se busca a Dios y no se alcanza".
Intentó cubrir el hueco que dejaba Dios con un firme humanismo. En este sentido es muy elocuente la sentencia pronunciada por Mairena a sus alumnos: "Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre". Pero tampoco se siente satisfecho. Por eso plantea una y otra vez el problema hombre-Dios de forma recurrente y agónica. Apunta certeramente Tuñón que no puede hablarse de crisis religiosa, como en Unamuno, pero ciertamente estos problemas se le plantearon con mayor vigor en los años siguientes a la muerte de Leonor.
Alguna relación tiene con lo anterior la poética machadiana, que acude insistentemente a las ideas de instantaneidad y de fugacidad. Comenta Laín (La generación del 98) que Machado percibió con honda agudeza la irreparable fugacidad del instante vivido: Veámoslo en estos sencillos versos. "Este amor que quiere ser/ acaso pronto será;/ pero ¿cuándo ha de volver/ lo que acaba de pasar?/ Hoy dista mucho de ayer./ ¡Ayer es nunca jamás!" Ese dolor del tiempo fugitivo impregna la poesía de Machado, el cual cifra la vida poética genuina en la expresión estética de esa vivencia. Y este rasgo es el que Machado ve en la poesía de Jorge Manrique y de Lope, pero no en la de Calderón, a quien el otro yo de Machado, Juan de Mairena, fustigó una y otra vez.
Republicano desde su formación en la Institución Libre de Enseñanza, conservó su formación juvenil como uno de los ingredientes de su personalidad: "Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,/ pero mi verso brota de manantial sereno". El propio Laín cifra en la palabra pero todo lo que Antonio Machado pudo ser y no fue. Coherentemente, fue siempre proeuropeo, aliadófilo durante la primera guerra mundial, como Unamuno y Ortega, y republicano desde antes de 1931. Esta su ideología fue acentuándose, sobre todo durante la Guerra Civil, hacia un republicanismo de izquierdas hasta acabar en el delirio más antimachadiano imaginable cuando desea cambiar su pluma por la pistola de Líster. Ése ya no era Antonio Machado el Bueno, sino el estertor incoherente de un moribundo.
Su creencia comenzaba y acababa en el hombre. No en el yo, que parece no importarle gran cosa, sino el hombre de carne y hueso: el paisano castellano o el peón andaluz sin futuro. Lo cual lo hacía muy crítico con "el sistema", pero no un sistema entendido como tópico comodín en toda crítica social y política, sino como fenómenos y estructuras sociales concretas como el señoritismo explotador y un analfabetismo poco menos que programado para mejor someter al ignorante y al débil. Aun así, Machado siempre salva la gracia y el ingenio popular, que valoró muy por encima del gay-saber de los sabidillos.
ANTONIO TORRES DEL MORAL* Vía EL MUNDO
*Antonio Torres del Moral es Catedrático de Derecho Constitucional.
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