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La idea de que una de las causas de la decadencia del Imperio español fue la expulsión de los judíos, cuestión discutible en la que no vamos a entrar, se percibió ya en España a raíz de la expulsión y por las principales élites. Enumeraremos algunos hechos, por ejemplo el pragmatismo económico que obligó a la Corona española dadas sus especiales circunstancias a recurrir a los expulsados, residentes en el reino de Portugal. La cuestión alcanzó su mayor virtualidad a partir de la unión de los dos reinos en tiempos de Felipe II en 1580. Eran los famosos asentistas portugueses, aunque la sociedad sobreentendía que eran judíos. La Corona se debatía entre el sentimiento antijudío que había en el ambiente (véase la Execración contra los judíos de Quevedo) y la protección que les dispensaba la Corona; eran sus asentistas imprescindibles. Ante esta situación se intentó el retorno de los mismos (proyectos del Conde Duque de Olivares en 1633, y de Manuel Lira en 1691, ya bien documentados). Domínguez Ortiz habla del filo hebraísmo del Conde Duque y escribe: "No solo trató de mejorar la situación de los conversos sino que además estableció múltiples contactos con diferentes judíos y acarició la idea de permitir el regreso de todos los de su religión". Esto último, aunque aquí habría supuesto una novedad extrema, no chocaba con la tendencia que existía en otros países europeos. La Inglaterra de Cromwell en 1656, Países Bajos, incluso el cristianismo cardenal Richelieu, les abren las puertas de sus países, alguno de cuales antes los había expulsado.
Esta situación produjo un efecto mimético para hacerlos regresar de nuevo. Pero a esto había que sumar los escritos de los arbitristas, que proponían la dulcificación de las penas contra los conversos y que las restricciones impuestas por el edicto de expulsión fueran casi abolidas, como apuntaba González de Celorigo, que en 1619 abogaba por un levantamiento de penas a los mismos por el bien del país. La sensación de que la expulsión fue perjudicial estaba en muchas de aquellas mentes ilustradas. El Padre Mariana escribió que "con la expulsión se echaron del país las bases del bienestar". Es decir, expulsamos a los judíos pero necesitamos a los judíos: un maniqueísmo total. Y, por último, estaba la gran masa popular que bendecía la expulsión, influida por libros, folletos, sermones de la Iglesia, etc., lo que Caro Baroja denominó "arsenal antijudío".
Y, entre los expulsados, ¿cómo fue visto y transmitido a las generaciones posteriores? Aquí comienza una campaña contra el país que los expulsa y que significó para ellos uno de sus mayores traumas (véanse, por ejemplo, los escritos de Menashé Ben Israel) y que constituyen parte de la Leyenda Negra. Según el historiador J. Kaplan, los expulsados de España no pueden desasirse de la cultura, las costumbres y lengua que conservan como elementos identitarios y de cohesión social e incluso comportamientos, tales como el afán aristocrático hispánico del que presumen y que utilizaban como elemento diferenciador entre los habitantes del país y con otros judíos. Además, mantienen la lengua y las costumbres españolas, como lo prueba el hecho de pedir permiso a las autoridades de Ámsterdam para dar dos representaciones en español en 1702 cuando ya llevaban dos siglos viviendo allí.
Estas manifestaciones ambivalentes de amor y odio demuestran el sentimiento de pertenencia al país y que la expulsión se percibió como un destronamiento de sus raíces, como escribió Madariaga. Según Stefan Zweig, "el judío necesita identificarse con la cultura y las costumbres del país en el que vive utilizándolo como un elemento protector" y, concluye, "excepción hecha de la España del siglo XV, esa trabazón acaso nunca se realizó más feliz y fértilmente que en Austria".
Esta excepcionalidad diferenciadora que apunta Zweig se verá con todas sus variables en la posterior Historia de España. Ahora surge la pregunta: ¿por qué durante la agitada y muchas veces convulsa historia de España la expulsión de los judíos se convierte en cuestión vital para explicar nuestro devenir? ¿Y por qué los sefarditas, después de tantos años con la vida hecha en otros países, a los que sólo les quedaba el recuerdo vago y lejano de sus orígenes españoles, mantienen sus costumbres, la lengua española y ese empeño tan tenaz en que se derogue de edicto de 1492? En ningún país de Europa de los que fueron expulsados los judíos, y fueron muchos, tratan de revertir aquella decisión. ¿Tendría razón Zweig?
La historia prosigue ofreciendo otra visión de la expulsión, pero nunca desaparece, se metamorfosea. Los ilustrados del siglo XVIII lo ven con otros ojos. Feijoo desmiente ya los tópicos que las masas tenían sobre los judíos, Jovellanos habla del fanatismo religioso contra ellos y Carlos III rehabilita a los chuetas mallorquines. Pero la cuestión adquiere su punto más álgido en el año 1797 con el proyecto del ministro Varela, que propone en un Memorial a Carlos IV el regreso de los judíos españoles residentes en Holanda para que se instalasen en Cádiz invocando la prosperidad que tiene este país, protagonizado por aquellos judíos muchos de los cuales eran de origen español. "De la misma manera que fueron expulsados por medio de un real edicto, deben regresar por medio de un real decreto", escribe. Cádiz era el centro del comercio con América, donde bullía el liberalismo, gracias a la convivencia de protestantes, católicos y judíos portugueses.
Una sinuosa línea serpentea desde el siglo XVII con los proyectos de Olivares y Lira, y continúa con Varela a años de distancia. La percepción de que la expulsión de los judíos fue un error nunca desapareció, a pesar del tiempo. El siglo XIX abre otras perspectivas en esta interpretación, presente en las luchas políticas, como la identificación del liberal con el judío como arma acusatoria de los absolutistas: "De peor condición que los judíos son los constitucionales" decía el alcalde de Roa. A más de 300 años de distancia, en los debates de las Cortes de Cádiz emerge esta interpretación con gran polémica. "Esos que siempre conspiraron contra la Inquisición, los cristianos nuevos", decía un diputado absolutista. El siglo XIX español, tan agitado, nos mostrará una nueva cara, ya en otra realidad, y se vuelve a llamar a los judíos para resolver nuestra maltrecha economía. Con la abolición de la Inquisición por la regente María Cristina en 1834, se les abren las puertas de nuevo a los judíos, que se concreta poco más tarde en la financiación de los ferrocarriles.
¿Por qué permaneció a través de tanto tiempo esta idea de abrir las puerta a los descendientes de los expulsados? ¿Leyenda Negra, realidad, pragmatismo? A partir de aquí el hecho de la expulsión se instala ya en debate político. Apenas si quedó alguna Constitución española de ese siglo en la que este hecho no estuviera en los debates, con tal intensidad que pareciera un hecho que acaba de ocurrir y era la consecuencia de la situación que entonces se vivía España, especialmente, en la Constitución de 1869. Pero los sefardítas piden a los Gobiernos españoles la derogación del decreto de expulsión, a partir ya de la Constitución non nata de 1854-55. A lo que hay que añadir que en muchos de los hogares sefarditas en Bayona se refugian los liberales españoles perseguidos por el absolutismo.
La actividad que estos dirigentes sefarditas europeos tuvieron en los Gobiernos españoles fue recurrente e intensa desde entonces, como ha demostrado recientemente Mónica Manrique utilizando fondos hasta ahora inéditos. Más que solicitar el regreso, querían que se dieran las condiciones para poder volver algún día. El final del XIX culmina con el proyecto Moret de contactar de nuevo con los sefarditas creando instituciones culturales acorde con su librecambismo económico. Un tenue hilo conductor permanecerá siempre. El siglo XX abrirá otras perspectivas, pero el tema nunca desaparecerá.
ISIDRO GONZÁLEZ* Vía EL MUNDO
*Isidro González es historiador. Su último libro es Los judíos y España después de la Expulsión (ed. Almazara, 2014).
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