Vivimos tiempos de grandes decisiones, y a todos nos interesa estar en las mejores condiciones posibles para tomarlas. Es el caso de los conceptos básicos políticos y jurídicos
Los 12 líderes independentistas acusados por el proceso soberanista catalán que derivó en la celebración del 1-O. (EFE)
El juicio al 'procés' debe obedecer a una lógica estrictamente jurídica.
Su única finalidad es saber si hubo delito, cuál es su tipificación en
caso de que lo hubiera habido, y aplicar las penas adecuadas. Pero en
este juicio se están manejando conceptos políticos, filosóficos, éticos,
que me parece importante analizar. Así podríamos aprovechar
pedagógicamente esta desdichada circunstancia. He defendido hasta la
tozudez que en la enseñanza obligatoria debería incluirse el estudio de los conceptos básicos de política, derecho y economía que
todo ciudadano necesita manejar. No lo he conseguido y por eso
aprovecho los medios de comunicación a mi alcance para hacerlo. Vivimos
tiempos de grandes decisiones, y a todos nos interesa estar en las
mejores condiciones posibles para tomarlas.
Hace unos días, Josep Rull, en su declaración, nos brindó un buen ejemplo. Según él, el Govern buscó la legitimidad apostando por el equilibrio entre el imperio de la ley y el principio democrático. Obedecer a este último puede implicar desobedecer la ley. Esto forma parte de la justificación del nacionalismo en general, y del catalán en particular. Anna Gabriel, cuando era dirigente de la CUP, defendió en múltiples ocasiones que “en el Estado español el imperio de la ley parece que está por encima de la democracia”. Hace unos días, el presidente Torra dijo que la democracia estaba por encima de la ley. Por el contrario, poco después, el Rey afirmó que "no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho, pues sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia". En su declaración en el juicio, Jordi Sànchez volvió sobre el asunto para decir: “No hay democracia sin ley, pero no puede haber ley que ahogue la democracia”.
Esta solución planteaba también problemas. ¿La “voluntad popular” puede legitimar cualquier cosa? Puesto que la democracia
se rige por la ley de la mayoría, ¿puede anular los derechos de las
minorías? Si el Parlamento es superior a la ley, la sociedad se habría
liberado del poder absoluto del soberano para caer bajo otro poder
absoluto: la mayoría democrática. “No queremos pasar del despotismo del
monarca al despotismo de la multitud”, escribió Burke. Para resolver este problema, la inteligencia social tuvo que emplearse a fondo. En primer lugar, postuló que había derechos previos a la democracia,
que no dependían de la voluntad popular, ni de la ley de la mayoría.
Eran “derechos universales e inalienables”. Ahora los llamamos “derechos
humanos”. Están por encima del “principio democrático”. No se puede ir
contra ellos apelando al voto. Además, había que entender el “principio
democrático” en sentido estricto, es decir, como “principio” que solo
podía aplicarse mediante reglas, normas y leyes. Sin esta concreción
significa muy poco. ¿Obligan esas leyes también al Parlamento que las
promulga?
La teoría del “poder absoluto” se basaba en el axioma de que la fuente de la ley no podía estar sometida a la ley. Pero el “imperio de la ley” impone lo contrario. Todos los agentes sociales deben estar sometidos a ella, incluido el poder legislativo. La inteligencia política inventó una salida. Distinguió dos modos de “voluntad popular”, es decir, de aplicación del “principio democrático”. Uno, era el “modo constituyente”. La leyes que emanaban de él tenían mayor rango que las que emanaban de un “modo ordinario”, no constituyente. Fue una decisión pragmática, sometida a muchas críticas. La implantación de los tribunales constitucionales pareció a muchos politólogos un ataque al poder supremo del Parlamento. Los jueces estaban por encima de la democracia. Al final se impuso la razón.
El buen ejercicio de la democracia exigía que, además de la limitación externa impuesta por los “derechos humanos previos”, se impusiera una limitación interna, convirtiéndose en “democracia constitucional”. La Constitución, surgida de la democracia, se imponía a la democracia marcándola sus competencias. Como digo, fue una decisión pragmática. Según Thomas Paine, a caballo entre dos revoluciones, la americana y la francesa, puesto que la Constitución recibe su carácter supremo de la voluntad popular, no se puede impedir que ese mismo pueblo revise continua y periódicamente, al menos una vez cada generación, esa Constitución. En Francia, eso dio origen a la Constitución de 1791, a la de 1793, a la de 1795, etcétera. El mismo Sieyès, que había defendido años atrás esa idea de la nación en permanente proceso constituyente, tuvo que desdecirse para poder conseguir un mínimo de estabilidad. El Parlamento debía tener una soberanía limitada. Acabó por defender la creación de un Tribunal Constitucional. La ley se imponía así a la democracia.
En su declaración, Josep Rull mencionó a Canadá como ejemplo de buena solución del conflicto planteado por el secesionismo. La resolución del Tribunal Supremo canadiense me parece clara y rigurosa, y les invito a leerla en mi blog. Quebec había planteado al tribunal tres preguntas: (1) En virtud de la Constitución de Canadá, ¿puede el Parlamento de Quebec proceder unilateralmente a la independencia de Quebec?; (2) ¿Puede hacerlo en virtud del Derecho Internacional?; (3) En caso de colisión entre ambos derechos, es decir, que uno admitiera la secesión y otro no, ¿cuál debería prevalecer?
Añade otra interesante precisión. “Tampoco es aceptable la proposición inversa: el orden constitucional canadiense existente no podría quedarse indiferente ante la expresión clara, por parte de una mayoría clara de quebequeses, de su voluntad de no seguir formando parte de Canadá”. Deberían por ello establecerse negociaciones en las que se tuviera en cuenta no solo los legítimos deseos de los habitantes de Quebec, sino “los intereses de las demás provincias, del gobierno federal, de Quebec y, de hecho, de los derechos de todos los canadienses dentro y fuera de Quebec, y más especialmente de los derechos de las minorías”. Aunque una mayoría pidiese la independencia de Quebec, la negociación tendría que hacerse entre dos mayorías legítimas: la mayoría de la población de Quebec y la del conjunto de Canadá.
¿Qué le parece a usted la solución canadiense?
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
Hace unos días, Josep Rull, en su declaración, nos brindó un buen ejemplo. Según él, el Govern buscó la legitimidad apostando por el equilibrio entre el imperio de la ley y el principio democrático. Obedecer a este último puede implicar desobedecer la ley. Esto forma parte de la justificación del nacionalismo en general, y del catalán en particular. Anna Gabriel, cuando era dirigente de la CUP, defendió en múltiples ocasiones que “en el Estado español el imperio de la ley parece que está por encima de la democracia”. Hace unos días, el presidente Torra dijo que la democracia estaba por encima de la ley. Por el contrario, poco después, el Rey afirmó que "no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho, pues sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia". En su declaración en el juicio, Jordi Sànchez volvió sobre el asunto para decir: “No hay democracia sin ley, pero no puede haber ley que ahogue la democracia”.
Ya que la democracia se rige por la ley de la mayoría, ¿puede anular los derechos de las minorías?
Lo que hay en el fondo del problema es la diferencia entre “legalidad” y “legitimidad”,
un tema que ha preocupado a los humanos a lo largo de su experiencia
histórica, como he contado en 'Biografía de la humanidad'. Legalidad es
la conformidad con la ley. Legitimidad es la conformidad con la
Justicia. El apartheid en Sudáfrica era legal, pero no se puede pensar
que fuera legítimo. El “principio democrático” -la “voluntad popular”-
aparece como fuente de legitimación. Es el principio de superior
jerarquía, y, en consecuencia, está por encima del “imperio de la ley”.
Hay que someterse a la ley solo si es justa, es decir, solo si está
democráticamente legitimada.
Inteligencia política en acción
La teoría del “poder absoluto” se basaba en el axioma de que la fuente de la ley no podía estar sometida a la ley. Pero el “imperio de la ley” impone lo contrario. Todos los agentes sociales deben estar sometidos a ella, incluido el poder legislativo. La inteligencia política inventó una salida. Distinguió dos modos de “voluntad popular”, es decir, de aplicación del “principio democrático”. Uno, era el “modo constituyente”. La leyes que emanaban de él tenían mayor rango que las que emanaban de un “modo ordinario”, no constituyente. Fue una decisión pragmática, sometida a muchas críticas. La implantación de los tribunales constitucionales pareció a muchos politólogos un ataque al poder supremo del Parlamento. Los jueces estaban por encima de la democracia. Al final se impuso la razón.
El buen ejercicio de la democracia exigía que, además de la limitación externa impuesta por los “derechos humanos previos”, se impusiera una limitación interna, convirtiéndose en “democracia constitucional”. La Constitución, surgida de la democracia, se imponía a la democracia marcándola sus competencias. Como digo, fue una decisión pragmática. Según Thomas Paine, a caballo entre dos revoluciones, la americana y la francesa, puesto que la Constitución recibe su carácter supremo de la voluntad popular, no se puede impedir que ese mismo pueblo revise continua y periódicamente, al menos una vez cada generación, esa Constitución. En Francia, eso dio origen a la Constitución de 1791, a la de 1793, a la de 1795, etcétera. El mismo Sieyès, que había defendido años atrás esa idea de la nación en permanente proceso constituyente, tuvo que desdecirse para poder conseguir un mínimo de estabilidad. El Parlamento debía tener una soberanía limitada. Acabó por defender la creación de un Tribunal Constitucional. La ley se imponía así a la democracia.
Tal
vez al lector le parezca demasiado complicada esta evolución, pero las
cosas sucedieron así. No fueron reflexiones teóricas las que
configuraron nuestros sistemas políticos, sino un largo esfuerzo por buscar soluciones más justas a conflictos inevitables.
Los sistemas políticos y jurídicos no se diseñaron de nueva planta,
sino que fueron reajustándose una y otra vez. Hasta este momento, la
mejor solución implica que todos estemos sometidos al “imperio de la
ley”, y que esta ley alcance su legitimidad del “principio democrático”
sometido a dos limitaciones. Por una parte, a los “derechos superiores
predemocráticos” y por otra a las limitaciones constitucionales.
Un
voto que diera como resultado una mayoría a favor de la secesión de
Quebec conferiría al proyecto de secesión una legitimidad democrática
En su declaración, Josep Rull mencionó a Canadá como ejemplo de buena solución del conflicto planteado por el secesionismo. La resolución del Tribunal Supremo canadiense me parece clara y rigurosa, y les invito a leerla en mi blog. Quebec había planteado al tribunal tres preguntas: (1) En virtud de la Constitución de Canadá, ¿puede el Parlamento de Quebec proceder unilateralmente a la independencia de Quebec?; (2) ¿Puede hacerlo en virtud del Derecho Internacional?; (3) En caso de colisión entre ambos derechos, es decir, que uno admitiera la secesión y otro no, ¿cuál debería prevalecer?
Aunque la Constitución canadiense no tiene ningún artículo sobre la indivisibilidad de la nación, el Tribunal Supremo niega que la Constitución permita la secesión,
niega que el Derecho Internacional permita la secesión, y considera que
al no haber contradicción entre ambas instancias, no es necesario
contestar la tercera pregunta. Pero añade precisiones muy interesantes
para nuestro tema. Un voto que diera como resultado una mayoría clara en
Quebec a favor de la secesión, como respuesta a una pregunta clara,
conferiría al proyecto de secesión una legitimidad democrática que
tendrían la obligación de reconocer todas las demás partes de la
Confederación. Se refiere a reconocer el derecho de pedirlo y
negociarlo, no a un derecho a conseguirlo. ”Quebec, a pesar de un resultado claro en referéndum,
-indica- no podría invocar un derecho a la autodeterminación para
dictarles a los demás miembros de la federación las condiciones de un
proyecto de secesión. El voto democrático, sea cual sea la amplitud de
la mayoría, no tendría en sí ningún efecto jurídico”.
¿Podemos los españoles tener una historia común?
Añade otra interesante precisión. “Tampoco es aceptable la proposición inversa: el orden constitucional canadiense existente no podría quedarse indiferente ante la expresión clara, por parte de una mayoría clara de quebequeses, de su voluntad de no seguir formando parte de Canadá”. Deberían por ello establecerse negociaciones en las que se tuviera en cuenta no solo los legítimos deseos de los habitantes de Quebec, sino “los intereses de las demás provincias, del gobierno federal, de Quebec y, de hecho, de los derechos de todos los canadienses dentro y fuera de Quebec, y más especialmente de los derechos de las minorías”. Aunque una mayoría pidiese la independencia de Quebec, la negociación tendría que hacerse entre dos mayorías legítimas: la mayoría de la población de Quebec y la del conjunto de Canadá.
En 1995, se celebró un referéndum sobre la independencia en Quebec, que tuvo una participación del 93,52% —4.757.509 votantes—
y que los separatistas perdieron por un margen insignificante, 50,58%
frente a 49,42%, una diferencia de 55.000 votos. El proceso, pues, quedó
paralizado. Según el Tribunal Supremo, si los secesionistas hubieran
conseguido una mayoría significativa eso no les habría conferido el
derecho a la independencia, sino solo el derecho a que el resto de la
Federación tuviera que considerar ese deseo y comenzar un proceso de
negociación en las condiciones que antes he reseñado.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
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