El fiasco de la huelga general de este jueves es una desautorización al Gobierno de la Generalitat que la había alentado e incluso la siguió
Un grupo de huelguistas cortan la Carretera de Sants de Barcelona,
durante la jornada de huelga general convocadas contra el juicio del
'procés'. (EFE)
El independentismo
atraviesa una seria crisis desde la fallida declaración unilateral del
27 de octubre del 2017. Sobrevive porque, aunque con problemas, no ha
perdido la confianza de buena parte de sus electores. Fue así en las
últimas elecciones, convocadas por Rajoy al amparo del 155, en las que revalidó su mayoría absoluta pese al fracaso de la DUI. Y las encuestas apuntan continuidad.
El
secesionismo sigue vivo, pero arrastrando los pies. Una causa es la
guerra intestina entre varios aparatos: los seguidores de Puigdemont que
están montando la Crida, el de la ERC de Junqueras y el del PDeCAT,
la antigua CDC, que lucha por resistir. Otra causa es el cisma entre
pragmáticos y fundamentalistas que han impuesto el no a los presupuestos
y el adelanto electoral. Un tercer motivo es la dispersión de
liderazgos entre el de Oriol Junqueras
de ERC y los provenientes, de una u otra forma, del mundo
exconvergente: Puigdemont, Torra e incluso Jordi Sànchez, aunque estos
dos últimos vienen más de las asociaciones independentistas radicales.
Y estas tres fracturas se entrecruzan entre sí provocando mayor confusión y mas división. A veces, Jordi Sànchez y Oriol Junqueras
han tenido posiciones cercanas y tendentes al pragmatismo, pero al
final domina la pertenencia a dos tribus diferentes, la de Puigdemont y
la de ERC, que se detestan y que, de alguna forma, reproducen la
rivalidad permanente entre la antigua CDC pujolista y los republicanos.
Sin
embargo, la razón fundamental de la crisis —aunque curiosamente también
de su resiliencia— es la negativa de todos —partidos, líderes,
fundamentalistas y pragmáticos— a reconocer y aceptar, al menos de forma
pública y expresa, su derrota del 27-O frente al 155.
Proclamaron la independencia, no la pudieron o quisieron implementar ni
por un momento, el tan esperado reconocimiento internacional no llegó
nunca y los dirigentes se entregaron en los juzgados o huyeron al
extranjero. Algunos, como Joaquim Forn o Meritxell Borràs,
hicieron ambas cosas. Primero huir y a los pocos días entregarse.
Luego, curiosamente, el Supremo denegó la libertad provisional a Forn
por riesgo de fuga.
El
independentismo no reconoce el fracaso del 27-O, lo que mantiene la
esperanza de parte de su electorado, pero pierde el contacto con la
realidad
Pero no perdamos el hilo. El independentismo —todo— niega la derrota del 27-O
y habla —cierto que cada vez con menos voz— de la república catalana
como de algo que, de alguna forma, sigue existiendo y representa Puigdemont. En la realidad, el independentismo no ha vuelto a vulnerar la legalidad porque sabe que no puede y que el 155 le derrotó, pero mantiene viva la ficción de la república que en el día a día está en el congelador, pero que de alguna forma pervive en Waterloo.
Pero
la realidad catalana de cada día no está ni en el congelador ni en
Waterloo, sino en las calles, la vida, las esperanzas, las dificultades y
los conflictos sociales de la Cataluña del interior. Y todo esto no
pasa por Waterloo
pese a que el 'conseller' Calvet, para llegar a un acuerdo con los
taxistas, les pusiera la condición de que un grupo de ellos peregrinara a
Waterloo para rendir pleitesía a Puigdemont.
Y mientras
no admitan que necesitan cambiar de chip porque el unilateralismo se ha
demostrado imposible y esperen, aunque sea remotamente, poder repetir una DUI exitosa en el momento adecuado, están inmovilizados y van perdiendo conexión con el día a día.
Cataluña no se puede gobernar desde Waterloo. Es obvio. No obstante, el
congelador y la ficción tienen sus ventajas pues les ha permitido
mantener durante un tiempo la esperanza y la fidelidad de sus electores y
creyentes. ¿Hasta cuándo?
Esta
semana hemos visto los aspectos negativos de esta actitud. En el Supremo
ha empezado el juicio contra doce de sus dirigentes, de los que nueve
son trasladados cada día desde prisiones madrileñas al palacio de Las
Salesas. Pero estos presos estuvieron antes en cárceles catalanas y pese
a la República —que Torra dice que está viva— no fueron liberados y han
vuelto a Madrid en vehículos de la Guardia Civil. Toda
Cataluña —con independencia de que la mayoría repruebe la acusación de
rebelión— lo ha visto y constata cada día que la república es tan
imaginaria como los molinos de viento del ingenioso hidalgo de La Mancha. ¿Es compatible mantener con algún decoro la ficción de la república con las imágenes televisadas del juicio del Supremo?
Es
evidente que no. Y a eso quizás también contribuya que en las primeras
sesiones la fiscalía no ha podido consolidar sus acusaciones, excepto la
evidente de desobediencia. La rebelión, la clave de la instrucción de
Llarena y que es la que ha permitido inhabilitaciones políticas previas a
la sentencia y las prisiones provisionales, no solo no se ha
confirmado, sino que la fiscalía no ha parecido tener competencia para probarla. Quizás es que aquel alto tribunal alemán que dijo no a la euroorden de Puigdemont no iba tan desencaminado.
Pero no es solo la rebelión. En la tarde del miércoles, Carles Mundó,
con unas respuestas muy medidas y jurídicas, estuvo contundente cuando
pidió a la fiscalía —que no se dio por enterada y miró hacia otro lado—
que citara casos concretos de malversación en su 'conselleria'. Y Mundó,
cuando se negó a contestar sobre el contenido de un tuit, recalcó que
no se le estaba juzgando por sus ideas sino por desobediencia y
malversación que se tenían que demostrar. Luego el 'exconseller' Vila
—que dimitió un día antes del 27-O— repitió que estuvo negociando, con
aval de Puigdemont y hasta unas horas antes de la DUI,
un arreglo que habría evitado la declaración unilateral, lo que no
cuadra demasiado (tampoco excluye) un designio de rebelión.
Por último, Jordi Sànchez
defendió con firmeza que no hubo rebelión en la célebre manifestación
de 50.000 personas del 20 de septiembre ante la Conselleria de Economía
que fue de carácter pacífico, aunque las imágenes mostraron
manifestantes muy enfervorizados en el pasillo que los voluntarios de la
ANC hicieron —a petición del 'conseller' de Interior— para permitir
durante todo el día el libre acceso a la Conselleria. Sánchez insistió
en que el destrozo de dos coches de la guardia civil (y los desperfectos
en otros cuatro) no podían ser atribuido a los dos convocantes (él
mismo, presidente de la ANC, y Jordi Cuixart, de
Ómnium) de una manifestación de 50.000 personas, sin buscar ni perseguir
a los autores materiales del delito, ciertamente grave pero que es
discutible que encaje en el de rebelión.
La
idea de que la república catalana está viva es incompatible con las
imágenes televisadas cada día del juicio en el Tribunal Supremo
Las defensas hacen su trabajo —unas más afortunadas que otras— sin que el presidente del Tribunal, Manuel Marchena,
las esté obstaculizando. Pero las protestas han puesto de relieve
cierta desorientación y una desconexión creciente entre el discurso de
Torra (y del gobierno independentista) y la ciudadanía catalana. Las
encuestas —solventes— a las que me referí el pasado miércoles indican
que un 66% de los catalanes —porcentaje muy superior a 47%
que vota independentista— está en desacuerdo con la acusación de
rebelión y las prisiones provisionales sin fianza antes del juicio. Y ha
habido protestas pacíficas y numerosas como la del sábado 16, en la
Gran Vía de Barcelona, que reunió a 200.000 personas según la guardia
urbana (cifra impactante pero inferior a la de otras ocasiones).
Sin
embargo, las protestas no siempre han sido ordenadas y pacíficas. En el
transcurso de la jornada de huelga general del jueves, convocada por un
sindicato muy minoritario, hubo cortes y ocupaciones de carreteras, autopistas y vías de ferrocarril
en la que se utilizó la violencia y también duros enfrentamientos con
las fuerzas del orden (en este caso los Mossos). No es precisamente
ayudar a los presos —nueve de ellos acusados de rebelión— que en una
huelga a su favor se utilice la violencia por parte de grupos como los CDR.
Pero
lo más revelador es la desconexión del 'president' y del Gobierno de la
Generalitat respecto a la población. Es poco razonable que la
Generalitat apoye una huelga general convocada por un sindicato
minoritario y ligado a la CUP —sin el respaldo de UGT y CCOO—
en la que ya se puede colegir que habrá incidentes violentos. Pero lo
más grave —para la Generalitat— es que una huelga que no solo respalda,
sino que incluso practica —los 'consellers' hicieron público que harían
huelga y el parlamento se cerró— tenga poco eco y la gente acuda muy
mayoritariamente y con toda normalidad a trabajar. En
el centro de Barcelona fue un día como otro cualquiera con prácticamente
todos los comercios abiertos y la circulación de taxis, coches
particulares, bicicletas y patines eléctricos a tope en las horas punta.
El 'president' Quim Torra viaja más a Bélgica que al l' Hospitalet, la segunda ciudad catalana que está pegada a Barcelona
Que el Govern
apoye una huelga a favor de los presos y su seguimiento sea muy escaso
—pese a que la mayoría catalanes según encuestas solventes no están de
acuerdo con las actuaciones del Supremo— indica que el gobierno Torra está perdiendo la conexión con la población, e incluso con su propio electorado.
La
única explicación es que la gente —con independencia de lo que piense—
no desea protestas tan extremas como una huelga general que distorsiona
la normalidad de la vida ciudadana, tiene indudables costes económicos
(entre otros la pérdida del salario) y que además la experiencia ha
demostrada que —si está convocada por organizaciones próximas a los CDR— comportarán acciones violentas y alteraciones del orden público.
El gobierno Torra parece cada día más radicalizado y alejado de la realidad de cada día. Torra viaja mucho más a Bélgica que a l'Hospitalet,
la segunda ciudad catalana que está pegada a Barcelona. Si excluimos,
claro, los pasos obligados y fugaces en coche oficial por la autopista
para ir al aeropuerto Josep Tarradellas. La
consecuencia es que la mayoría de catalanes —sin censurarlo
directamente— van desconectando progresivamente de sus iniciativas. Lo
del jueves pasado demostró que la desconexión es ya bastante acusada.
JOAN TAPIA Vía EL CONFIDENCIAL
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