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viernes, 22 de febrero de 2019

EL ATIZADOR Y LA VERDAD


Incapaz de negar los hechos, Jordi Sánchez se refugió en sus buenos sentimientos para negar cualquier responsabilidad en el daño a los vehículos policiales


Pedro García Cuartango


En la noche del 25 de octubre de 1946, Ludwig Wittgenstein y Karl Popper se habían citado para discutir sobre la naturaleza y los límites de la filosofía. Estaban sentados junto al fuego de una chimenea en el King’s College de Cambridge, rodeados de alumnos. Asistía como espectador privilegiado Bertrand Russell.

En medio de una apasionada discusión, Wittgenstein retó a su interlocutor a que pusiera un ejemplo de un principio moral de validez universal. En ese momento, el filósofo vienés blandía un atizador en la mano. La respuesta de Popper, según la versión que dio posteriormente del incidente, fue: «Por ejemplo, no amenazar con un atizador a los profesores invitados».

Al escuchar estas palabras, se dice que Wittgenstein arrojó el atizador al suelo en un estallido de furia y, acto seguido, abandonó la estancia. ¿Sucedieron así los hechos? Nadie puede asegurarlo a ciencia cierta 70 años después. Ni lo que dijeron los testigos presenciales concuerda ni los libros posteriores han logrado establecer lo que de verdad pasó aquella fría noche en Cambridge.

El enfrentamiento dialéctico entre Wittgenstein y Popper ha pasado a la historia de la filosofía y sirve todavía como paradigma de los diferentes puntos de vista que pueden existir sobre la interpretación del mismo acontecimiento.

Algo muy similar sucede respecto a los hechos que acontecieron el 20 de septiembre de 2017 cuando una multitud de miles de personas rodeó a la comitiva judicial que iba a registrar la sede del departamento de Economía de la Generalitat en la rambla de Cataluña. En aquella infausta jornada, siete coches de los funcionarios y de la Guardia Civil sufrieron graves daños mientras que los agentes permanecieron encerrados durante 17 horas.

Los hechos son evidentes y existe constancia gráfica y testimonial de lo que ocurrió aquel día. Nadie lo discutió ayer, pero sí surgió en el juicio una absoluta discrepancia sobre su sentido. Lo mismo que el gesto de Wittgenstein generó versiones muy distintas e incompatibles, el fiscal y el inculpado mantuvieron interpretaciones opuestas sobre lo que pasó aquel día.

Jordi Sánchez, que era entonces el presidente de ANC, declaró que las movilizaciones que convocó aquel 20 de septiembre fueron «festivas» y «pacíficas». No sólo eso, según sus palabras, organizó un pasillo para que pudiera entrar y salir la comitiva judicial y colaboró con el teniente de la Guardia Civil para preservar el orden. Nadie estuvo amenazado, no existió tensión alguna y los destrozos fueron provocados por unos pocos incontrolados a los que nadie pudo ver.

Esta visión angelical fue rechazada de plano por el fiscal Javier Zaragoza, que, en un largo y tenso interrogatorio, demolió el buenismo en el que se refugió Jordi Sánchez, que afirmó que su relación con el oficial de la Guardia Civil al mando fue «cordial» y de plena colaboración.

Zaragoza puso en evidencia una serie de contradicciones que desmienten la versión de Sánchez. En primer lugar, desmontó su declaración de que se enteró muy avanzada la noche de los daños a los vehículos, dos de los cuales quedaron totalmente destrozados. También le cuestionó por no haber hecho nada para impedir -justamente lo contrario- la actitud agresiva e insultante de los manifestantes. Le reprochó que no hubiera desconvocado la movilización cuando observó el cariz que tomaban los hechos. Y le culpó de que la secretaria judicial tuviera que huir de madrugada por una azotea tras saltar un muro.

Para reforzar su argumentación, Zaragoza leyó una serie de tuits, entre ellos, uno en el que Sánchez instaba a los manifestantes a permanecer en el lugar: «que nadie se vaya a casa. Será una noche larga». El presidente de la ANC respondió que hizo esa petición porque los representantes de la Justicia seguían en el edificio de Economía, aunque ello no implicaba obstaculizar su trabajo.

Los ojos de Sánchez vieron lo mismo que los del fiscal pero lo interpretaron de manera muy distinta porque, según su testimonio, nadie impidió la salida de los funcionarios ni él se dio cuenta de los estragos en los vehículos ni escuchó los insultos ni los manifestantes obligaron a los agentes de la Guardia Civil a refugiarse en el interior del edificio. Por el contrario, todo fue amable y cívico, un ejercicio modélico del derecho de manifestación.

«Llevo 500 días en prisión y jamás he justificado la violencia», enfatizó el acusado. Y luego Jordi Pina, su abogado, enseñó una serie de fotografías en un intento de demostrar que la convocatoria había sido pacífica y que existía un pasillo para facilitar la salida de los funcionarios y de la comitiva judicial. Pero las imágenes suelen ser engañosas y resulta imposible conocer cuales eran las auténticas intenciones de Jordi Sánchez. Lo que sí es posible determinar, como sostuvo el fiscal Zaragoza, son las consecuencias de las iniciativas que la ANC y Omnium tomaron aquel día.

El alegato del acusado frente al tribunal encierra una incongruencia que no se le escapó a Zaragoza: que la movilización tenía un carácter coactivo por tratarse de un acto judicial y no de un hecho de carácter político.

El gesto de Wittgenstein, que poseía un carácter irascible y poco sociable, fue espontáneo. Pero Jordi Sánchez sabía perfectamente que su convocatoria -aseguró que hubo 50.000 personas- iba a generar unas consecuencias. Y esas consecuencias fueron que se creó un clima de amedrentamiento y se provocaron daños en los vehículos policiales. Por eso está sentado en el banquillo y no por sus ideas, como afirmó ayer. Ahora les toca a los jueces buscar una verdad que se halla inscrita en los hechos y no en los indescifrables sentimientos.


                                                                           PEDRO GARCÍA CUARTANGO   Vía ABC






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