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jueves, 14 de febrero de 2019
EL QUE RESISTE, PIERDE
Es una incógnita en qué momento
decidió que los independentistas habían dejado de serlo, y otra no menor
quién le dijo que no debería pagar a su vencimiento la factura de la
moción de censura
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la segunda jornada
del debate de las enmiendas a la totalidad del proyecto de Presupuestos
Generales del Estado. (EFE)
Los independentistas —sin pedirle nada— le hicieron presidente del Gobierno el 1 de junio de 2018. Y los independentistas, el 12 de febrero de 2019, pidiéndole todo, le han desalojado de la Moncloa. Entre una y otra fecha —casi ocho meses y medio—, Pedro Sánchez ha tenido todas las oportunidades de pilotar los acontecimientos y todas las ha despilfarrado. Y siempre por la misma razón: resistir en el poder,
continuar siendo presidente, desafiar las circunstancias y despreciar
las realidades. Pero su peor error quizás haya sido suponer que,
efectivamente, su estancia en la Moncloa era gratis y que los que le
auparon a la presidencia del Ejecutivo no terminarían por pasarle la
cuenta. Y en el peor de los casos: él siempre creyó que la factura sería
accesible.
La semana pasada, al presidente le reventó una pinza insospechada: de una parte, su partido, que no admitía el relator de la mesa de negociación que exigían los separatistas porque se parecía mucho al 'mediador' que reclamaba Torra en sus indecentes 21 puntos; de otra, la exigencia cerrada de republicanos y neoconvergentes para “hablar de todo”, es decir, del derecho de autodeterminación. El viernes pasado, Sánchez
se quedó, al mismo tiempo, sin el apoyo efectivo de su partido y sin la
más mínima comprensión de sus acreedores y hasta entonces socios, los
secesionistas. Los suyos le pararon y los socios le empujaron. Terminó tropezando, Carmen Calvo mediante.
¿Debió Sánchez haber llegado a esta situación límite? Rotundamente no. Lo suyo hubiese sido convocar elecciones “cuanto antes”, pero se vino arriba y en su primera entrevista en TVE afirmó que iba a terminar la legislatura. En noviembre dijo que no presentaría los Presupuestos —intuía que era una temeridad—, pero en enero se los plantó al Congreso. Se equivocó en las dos decisiones: continuar como si tuviese una mayoría de gobierno en la Cámara Baja y lanzar las cuentas públicas para 2019
sin pensar hasta dónde llegarían las contrapartidas exigidas para
aprobarlas. De por medio, se bandeó con decretos-leyes (pinchó en el de
los alquileres) y sugestionó a la opinión pública con expectativas de
improbabilísimo cumplimiento.
En Cataluña, Sánchez ha tratado de 'desinflamar' una patología política que resiste al ibuprofeno, hasta que no acabe el juicio que se celebra en el Supremo. Mientras él hacía todo tipo de concesiones gestuales y verbales a Torra,
este activista radical paralizaba las instituciones de la Generalitat:
su propio Gobierno —que ni está ni se le espera— y el Parlamento, que no
ha aprobado una sola ley. Todo el esfuerzo secesionista durante la 'desinflamación' de Sánchez
se ha dirigido a destruir la institucionalización autonómica,
desarrollar la agitación y la propaganda y seguir acumulando fuerzas
para la segregación, bajo control remoto del insidioso y destructivo
hombre de Waterloo, que tiene en el amablemente tratado presidente
vicario de la Generalitat su principal instrumento de intervención.
Si
Sánchez hubiese convocado en octubre del pasado año, o hubiese
anunciado que seguiría gobernando unos meses más sin Presupuestos, el
fracaso de ayer en el Congreso no se hubiera producido. Su gran
escapada, que no llegará con bien a la presentación de su inoportuno libro
('Manual de resistencia'), pudo haber terminado de manera más airosa.
En qué momento el presidente decidió que los independentistas habían
dejado de serlo, es una incógnita, y quién le dijo que no debería pagar a
su vencimiento la factura de la moción de censura, otra incógnita no
menor. Sánchez es posible que sea un resistente, pero también es un
ingenuo, o quizás algo peor: un político jupiterinamente soberbio.
La lección que de este periodo de Gobierno ha podida sacar la opinión
pública es que es el último que España puede soportar dependiendo de
cualquiera de los nacionalismos-bisagra. A Rajoy, los nacionalistas
vascos le dejaron tirado una semana después de aprobar sus Presupuestos de 2018. A Sánchez, los catalanes. Las próximas elecciones —cuando sean— deberían sugerir definitivamente a los electores que habrá que votar de tal modo que ningún partido nacionalista o separatista resulte el árbitro de la situación.
Como
en 2016 —el presidente del Gobierno no ha ganado todavía ni una sola
elección—, le ha fallado su partido y él ha sobreestimado sus
capacidades
Por lo demás, el sino de las personas
nos persigue sañudamente. A Sánchez también. Como en 2016 —el
presidente del Gobierno no ha ganado todavía ni una sola elección—, le
ha fallado su partido y él ha sobreestimado sus capacidades. Sánchez, cuando resiste, termina perdiendo. Y como todos los políticos que han tenido que depender de los republicanos, convergentes o peneuvistas, ha saboreado la deslealtad. En su caso, la deslealtad que ahora experimenta es fruto de su incoherencia y del trampantojo bajo el que ha tratado de gobernar estos meses han hueros de contenido, tan radical y políticamente perdidos.
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