‘Los demonios’, obra maestra de Dostoievski, es mucho más que una diatriba contra la brutalidad política: se trata de una exploración de la intimidad humana, de todas las violencias que padecemos y cometemos
/FERNANDO VICENTE
El asesinato del joven estudiante Ivanov, en noviembre de 1869, por una
banda terrorista, causó una gran impresión en toda Rusia. Ivanov, que
pertenecía al grupo, anunció a sus compañeros que había decidido
apartarse de ellos. El jefe, Sergéi Necháiev, un discípulo del pensador
anarquista Mijaíl Bakunin y autor de un folleto que circuló
profusamente, El catecismo de un revolucionario,
convenció a los miembros de la organización que había el peligro de que
aquel los denunciara a la policía. Entonces lo ejecutaron. La policía
zarista capturó muy pronto a la banda, menos a Necháiev, que había huido
a Suiza; pero fue extraditado y murió en prisión en 1882.
Una de las buenas cosas que resultaron de ese crimen fue Los demonios, la novela de F. M. Dostoievski, que acabo de releer luego de muchos años, y que aquel escribió para mostrar su agrio rechazo de quienes, como la banda de Necháiev, creían que mediante la violencia podían resolver los problemas políticos y sociales, y, de una manera más general, buscaban fuera de Rusia, en la Europa culta, los modelos que a su juicio debía importar su país para convertirse en una sociedad moderna, próspera y democrática. Él era entonces, cuando hablaba de política, un “reaccionario”, muy en contra de quienes, como Herzen y Turguénev, sostenían que para salir del despotismo zarista y la barbarie social, Rusia debía “europeizarse”, volverse laica, romper con el oscurantismo religioso y optar por gobiernos elegidos en vez del anacronismo zarista. Estas habían sido las convicciones del Dostoievski joven, cuando era miembro del Círculo Petrashevski, de ideas socialistas, que en 1849 fue arrasado por la policía de Nikolai I, y él mismo condenado a ser ejecutado por fusilamiento. De hecho, fue víctima de un simulacro de ejecución y luego pasó cuatro años en Siberia. Lo ayudó a sobrevivir de aquella experiencia una conversión religiosa y una adhesión a las tradiciones populares y, se diría, un rechazo que lindaba con la xenofobia hacia toda aquella corriente intelectual “europeísta” que veía en los socialistas utópicos, como Saint-Simon, Fourier, Proudhon y Louis Blanc, las ideas y principios que podían salvar a Rusia del atraso y la injusticia en que estaba sumida.
Como Balzac, cuando escribía novelas, el “reaccionario” Dostoievski
dejaba de serlo y se volvía alguien muy distinto; no precisamente un
progresista, pero sí un enloquecido libertario, alguien que exploraba la
intimidad humana con una audacia sin límites, escarbando en las
profundidades de la mente o del alma (para designar de alguna manera
aquello que sólo mucho después Freud llamaría el subconsciente) las
raíces de la crueldad y la violencia humanas. En Los demonios
se advierte de manera clarísima esta extraordinaria transformación. No
hay duda que Sergéi Necháiev es el modelo que sirvió a Dostoievski para
construir al personaje de Stépan Trofímovich Verjovenski, un ideólogo
más o menos estúpido que para salvar a la humanidad está dispuesto
primero a desaparecerla con crímenes, incendios y atrocidades diversas.
¿Pero, y al extraordinario Nikolái Stavroguin, el verdadero héroe de la novela, de dónde lo sacó? Para escribir ese capítulo, La vida de un gran pecador, a Dostoievski no le bastaba recorrer el espectro de los tipos políticos, sociales o intelectuales de su tiempo; era indispensable que cerrara los ojos, se abandonara a la intuición y a la imaginación que, en su caso, como en el de Balzac, eran siempre más importantes que las ideas, y se dejara guiar por sus propios fantasmas hasta las raíces mismas de la crueldad humana, donde moran el espanto, las horribles tentaciones, aquellos demonios que, en la vida cotidiana, pasan muchas veces desapercibidos detrás de las buenas maneras que dictan las convenciones. Llamo “héroe” a Stavroguin porque creo que es uno de los personajes más genialmente concebidos en la historia de la literatura, pero muy consciente de que es la encarnación del mal, de todo lo que puede haber de repulsivo en un ser humano, un verdadero demonio. Como Balzac, tolerando a la hora de escribir sus novelas que sus instintos e intuiciones prevalecieran sobre sus convicciones, Dostoievski trazó en Los demonios una radiografía que permite a los seres humanos descubrir los fondos más tortuosos e indómitos de la personalidad, y la secreta raíz de buena parte de las ignominias que desafían a diario en todo el mundo aquello que llamamos la civilización, el frágil puentecillo en el que ésta se balancea sobre ese abismo estruendoso donde anidan los espantos.
Estoy en una pequeña aldea suiza rodeada de nieve, montañas y lagos, donde la vida parece muy sosegada y apacible; pero releer este libro soberbio me enseña que no debo confundir las apariencias con realidades, las que, a menudo, están a años luz de aquellas. Estos discretos caminantes y muchachas que hacen gimnasia con los que cambio venias y saludos en las mañanas, podrían, como el carismático Nikolái Stavroguin de la novela, clavarme un cuchillo por la espalda y echar luego mi cadáver a los perros o comérselo ellos mismos.
La novela me enseña también que en manos de los viejos maestros todo ya se inventó hace años y siglos, y que las vanguardias suelen “revolucionar” las formas que ya habían sido revolucionadas una y mil veces por los clásicos. En Los demonios, la astucia con que está concebido el narrador es deslumbrante, pero es dificilísimo comprobarlo cuando uno está capturado por el hechizo de la historia, por su lento y absorbente desarrollo. A primera vista la novela está narrada por un narrador personaje, don Antón Lavréntievich, un joven solterón que frecuenta los salones de Varvara Petrovna, es amigo de algunos personajes como Kirillov, Shatov y Piotr Verjovenski y se siente incluso muy atraído por Liza Tushina, aunque nunca se atreve a decírselo. Un narrador-personaje da un testimonio cercano de la historia, pues se cuenta a la vez que cuenta, pero también tiene sus limitaciones, pues sólo puede narrar aquello que ve, oye o le dicen, y no puede seguir a los otros personajes cuando se apartan de él y se repliegan en la intimidad. Sin embargo, de pronto, ya avanzada la novela, el lector descubre que aquel narrador-personaje se ha volatilizado y ha sido reemplazado por otro, el narrador omnisciente, capaz de narrar aquello que aquel no vio ni pudo ver ni saber, como son las sensaciones, emociones y pensamientos de los demás personajes cuando se alejan del que narra. Que haya dos narradores en la novela no incomoda en absoluto la lectura, es posible que muchísimos lectores ni siquiera lo adviertan, por la sutil manera en que se producen las mudas entre uno y otro narrador, que se alternan para contar la historia con tanta sabiduría. Sólo olvidándose de la historia y concentrándose en la manera que está contada se notan estos tránsitos. Y estas dos perspectivas desde las que la historia se cuenta son complementarias, acercan y alejan la visión, subrayando los silencios, las distancias y las emociones mediante las cuales el narrador mantiene la atención subyugada del lector.
Cuando Dostoievski comenzó a escribir Los demonios, a fines de 1869, estaba en Dresde, profundamente disgustado de su experiencia europea y lleno de nostalgia por su tierra natal. Creía estar escribiendo algo así como una diatriba contra la violencia política, pero su novela resultó mucho más que eso, una exploración profunda de la intimidad humana, de todas las violencias que padecemos y cometemos y se han cometido y cometerán. Él, cuando no escribía, creía que la salvación de Rusia estaba en buscar el remedio en su propia historia, en sus creencias y en su tradición. A sus lectores nos dejó, sin embargo, con la sensación de que, pura y simplemente, siendo los seres humanos lo que somos, no hay salvación.
MARIO VARGAS LLOSA Vía EL PAÍS
Una de las buenas cosas que resultaron de ese crimen fue Los demonios, la novela de F. M. Dostoievski, que acabo de releer luego de muchos años, y que aquel escribió para mostrar su agrio rechazo de quienes, como la banda de Necháiev, creían que mediante la violencia podían resolver los problemas políticos y sociales, y, de una manera más general, buscaban fuera de Rusia, en la Europa culta, los modelos que a su juicio debía importar su país para convertirse en una sociedad moderna, próspera y democrática. Él era entonces, cuando hablaba de política, un “reaccionario”, muy en contra de quienes, como Herzen y Turguénev, sostenían que para salir del despotismo zarista y la barbarie social, Rusia debía “europeizarse”, volverse laica, romper con el oscurantismo religioso y optar por gobiernos elegidos en vez del anacronismo zarista. Estas habían sido las convicciones del Dostoievski joven, cuando era miembro del Círculo Petrashevski, de ideas socialistas, que en 1849 fue arrasado por la policía de Nikolai I, y él mismo condenado a ser ejecutado por fusilamiento. De hecho, fue víctima de un simulacro de ejecución y luego pasó cuatro años en Siberia. Lo ayudó a sobrevivir de aquella experiencia una conversión religiosa y una adhesión a las tradiciones populares y, se diría, un rechazo que lindaba con la xenofobia hacia toda aquella corriente intelectual “europeísta” que veía en los socialistas utópicos, como Saint-Simon, Fourier, Proudhon y Louis Blanc, las ideas y principios que podían salvar a Rusia del atraso y la injusticia en que estaba sumida.
Cuando comenzó el libro estaba disgustado de su experiencia europea y lleno de nostalgia hacia su tierra natal
¿Pero, y al extraordinario Nikolái Stavroguin, el verdadero héroe de la novela, de dónde lo sacó? Para escribir ese capítulo, La vida de un gran pecador, a Dostoievski no le bastaba recorrer el espectro de los tipos políticos, sociales o intelectuales de su tiempo; era indispensable que cerrara los ojos, se abandonara a la intuición y a la imaginación que, en su caso, como en el de Balzac, eran siempre más importantes que las ideas, y se dejara guiar por sus propios fantasmas hasta las raíces mismas de la crueldad humana, donde moran el espanto, las horribles tentaciones, aquellos demonios que, en la vida cotidiana, pasan muchas veces desapercibidos detrás de las buenas maneras que dictan las convenciones. Llamo “héroe” a Stavroguin porque creo que es uno de los personajes más genialmente concebidos en la historia de la literatura, pero muy consciente de que es la encarnación del mal, de todo lo que puede haber de repulsivo en un ser humano, un verdadero demonio. Como Balzac, tolerando a la hora de escribir sus novelas que sus instintos e intuiciones prevalecieran sobre sus convicciones, Dostoievski trazó en Los demonios una radiografía que permite a los seres humanos descubrir los fondos más tortuosos e indómitos de la personalidad, y la secreta raíz de buena parte de las ignominias que desafían a diario en todo el mundo aquello que llamamos la civilización, el frágil puentecillo en el que ésta se balancea sobre ese abismo estruendoso donde anidan los espantos.
Estoy en una pequeña aldea suiza rodeada de nieve, montañas y lagos, donde la vida parece muy sosegada y apacible; pero releer este libro soberbio me enseña que no debo confundir las apariencias con realidades, las que, a menudo, están a años luz de aquellas. Estos discretos caminantes y muchachas que hacen gimnasia con los que cambio venias y saludos en las mañanas, podrían, como el carismático Nikolái Stavroguin de la novela, clavarme un cuchillo por la espalda y echar luego mi cadáver a los perros o comérselo ellos mismos.
Como Balzac, cuando
escribía novelas se volvía muy distinto, exploraba sin límites la intimidad humana
La novela me enseña también que en manos de los viejos maestros todo ya se inventó hace años y siglos, y que las vanguardias suelen “revolucionar” las formas que ya habían sido revolucionadas una y mil veces por los clásicos. En Los demonios, la astucia con que está concebido el narrador es deslumbrante, pero es dificilísimo comprobarlo cuando uno está capturado por el hechizo de la historia, por su lento y absorbente desarrollo. A primera vista la novela está narrada por un narrador personaje, don Antón Lavréntievich, un joven solterón que frecuenta los salones de Varvara Petrovna, es amigo de algunos personajes como Kirillov, Shatov y Piotr Verjovenski y se siente incluso muy atraído por Liza Tushina, aunque nunca se atreve a decírselo. Un narrador-personaje da un testimonio cercano de la historia, pues se cuenta a la vez que cuenta, pero también tiene sus limitaciones, pues sólo puede narrar aquello que ve, oye o le dicen, y no puede seguir a los otros personajes cuando se apartan de él y se repliegan en la intimidad. Sin embargo, de pronto, ya avanzada la novela, el lector descubre que aquel narrador-personaje se ha volatilizado y ha sido reemplazado por otro, el narrador omnisciente, capaz de narrar aquello que aquel no vio ni pudo ver ni saber, como son las sensaciones, emociones y pensamientos de los demás personajes cuando se alejan del que narra. Que haya dos narradores en la novela no incomoda en absoluto la lectura, es posible que muchísimos lectores ni siquiera lo adviertan, por la sutil manera en que se producen las mudas entre uno y otro narrador, que se alternan para contar la historia con tanta sabiduría. Sólo olvidándose de la historia y concentrándose en la manera que está contada se notan estos tránsitos. Y estas dos perspectivas desde las que la historia se cuenta son complementarias, acercan y alejan la visión, subrayando los silencios, las distancias y las emociones mediante las cuales el narrador mantiene la atención subyugada del lector.
Cuando Dostoievski comenzó a escribir Los demonios, a fines de 1869, estaba en Dresde, profundamente disgustado de su experiencia europea y lleno de nostalgia por su tierra natal. Creía estar escribiendo algo así como una diatriba contra la violencia política, pero su novela resultó mucho más que eso, una exploración profunda de la intimidad humana, de todas las violencias que padecemos y cometemos y se han cometido y cometerán. Él, cuando no escribía, creía que la salvación de Rusia estaba en buscar el remedio en su propia historia, en sus creencias y en su tradición. A sus lectores nos dejó, sin embargo, con la sensación de que, pura y simplemente, siendo los seres humanos lo que somos, no hay salvación.
MARIO VARGAS LLOSA Vía EL PAÍS
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