El expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, a su salida esta tarde del
Tribunal Supremo tras declarar como testigo en el juicio del 'procés'.
EFE
Lo que son las cosas. El descanso de Mariano Rajoy
se ha interrumpido antes que el del otro gallego universal cuya rutina
inamovible está amenazada por el enésimo capricho de los guionistas de
este sainete. Alguien podría llegar a pensar que en la España de
nuestros días nadie puede retirarse en paz ni estar libre de que le cite
un tribunal por los siglos de los siglos. El 'Vuelva usted mañana'
se ha convertido en un 'espere, no se vaya todavía, y no se muera, que
no hemos acabado con usted'.
Mientras en una parte del país, unos se
empeñan en versionar y reescribir el 1936, en otra zona hay quienes viven obsesionados por el 1714
y por la ansiada secesión. Todos estos desafíos a la memoria y a la
amnesia tienen su efecto en el presente. Su última consecuencia se ha
producido este miércoles en el Tribunal Supremo, donde ha testificado el
sexto presidente de la democracia sobre los sucesos que ocurrieron en Cataluña en el otoño más absurdo de la historia reciente.
Ganarse la vida como vidente sería sencillo si la actividad se centrara en Mariano Rajoy.
Apuesta siempre por el perfil bajo y por ganar la liga a la inglesa. Es
decir, con victorias por la mínima en casa y empates en el campo del
rival. Su intervención en el Alto Tribunal ha sido previsible y gris. Propia del registrador de la propiedad de Santa Pola cuyo espíritu se ahogó hace tiempo entre papeleo y reuniones insustanciales. Su leitmotiv
ha sido la siguiente frase: les advertimos de que por ese camino no
iban a ningún sitio, no rectificaron y tuvimos que aplicar el artículo 155 para restaurar la Constitución en Cataluña. Dicha de varias formas.
El expresidente sucumbe inconscientemente ante las tramposas teorías de Crátilo,
quien dijo que los sonidos que conformaban las palabras contribuían a
definir los conceptos. En su caso, sus afirmaciones son definitorias de
su personalidad política, que es la de
alguien que utilizó siempre la Administración como escudo, incluso
cuando la ocasión requería frenar el desafío independentista por la vía
de la política. No había que ser un sesudo analista para concluir que
esos tipos que convocaron la consulta de 2014, plantearon unas
elecciones plebiscitarias en 2015 y elaboraron el calendario hacia la DUI
unas semanas después iban a recrudecer su desafío al Estado si éste no
ofrecía solución a este conflicto. La respuesta, ante todo, siempre fue
la tibieza y la amenaza con la ley. La que la contraparte despreció, en
aras de la "democracia".
La actitud inexplicable
La
actitud de Rajoy fue la de fiar al tiempo y al Tribunal Constitucional
la resolución de esta crisis, como si en Moncloa no hubiera margen de
maniobra o potestad para solucionar ningún entuerto, más allá de lo
puramente administrativo. En su comparecencia en el Supremo, ha
destacado que, durante un buen tiempo, advirtió a la tropa soberanista de que el referéndum era innegociable
y de que volvieran a la senda constitucional, so pena de recibir una
bofetada de la Justicia. Obviamente, lo hizo sin éxito, de ahí que este
miércoles haya tenido que interrumpir su rutina para ir a declarar.
En el argumento que ha utilizado para denunciar la sinrazón de Carles Puigdemont
y su Gobierno está su propio pecado y su penitencia. Ha dicho: “La
responsabilidad de los líderes políticos es evitar que se produzcan
situaciones como las que vimos el 1 de octubre de 2017”. Mire usted,
teniente, le dijimos al enemigo que no tirara las bombas, pero no nos
hizo caso y encima tenemos que llamar a los bomberos y abrir la
funeraria. Evidentemente, Rajoy también tuvo algo que ver.
La actitud de Rajoy fue la de fiar al tiempo y al Tribunal Constitucional la resolución de esta crisis, como si en Moncloa no hubiera margen de maniobra o potestad para solucionar ningún entuerto, más allá de lo puramente administrativo.
El expresidente del Ejecutivo, al igual que Soraya Sáenz de Santamaría,
ha lanzado unos cuantos balones fuera para escapar de las preguntas más
incómodas sobre su incapacidad para ofrecer una solución política al
desafío independentista. También para eludir su supuesta responsabilidad
sobre los sucesos acaecidos el 20 de septiembre de 2017 frente a la
Consejería de Economía de Barcelona, el 1 de octubre de ese año y el 27
de ese mismo mes.
El primero, ha contestado con
indolencia. La segunda, de carrerilla, con fechas que parecían
aprendidas de memoria y con ese tono tan propio de las muñecas de 'mi
primera comunión', que recitaban el 'Padre Nuestro'
si se les tiraba del cordel. “Les dijimos una y otra vez que no
siguieran por ahí, que era contrario a la CE, que fracturaba la
convivencia, que era intolerable...y no hicieron caso”. Apriete usted el
botón de los muñecos las veces que quiera, que siempre dirán la misma
frase. "Padre Nuestro, que estás en los cielos...".
Lo que ha quedado claro tras escuchar a los doce encausados, a los tres miembros del Gobierno de Mariano Rajoy que han declarado hoy -Sáenz de Santamaría, Montoro y el expresidente- y al ínclito Artur Mas
-el que inició todo- es que el 1-O se organizó por ciencia infusa. Las
urnas no se detectaron porque no existían hasta que, un buen día,
aparecieron en las casas de unos cuantos miles de ciudadanos catalanes.
Nadie las pagó porque Hacienda no detectó malversación. Y la Generalitat
defendió la consulta popular, pero no hizo nada porque se celebrara.
Eso fue cosa de 2,3 millones de personas que actuaron al margen de la
ley, de los tribunales y del propio Govern.
Ocurren
cosas muy raras en este país. Ni los presidentes hacen política, ni los
organizadores del referéndum del 1-O tienen claro cómo surgió todo
aquello, ni los acusados saben muy bien qué hacen en la cárcel, viendo
la vida pasar y escuchando misas. Quizá a la ronda de testigos tenga que
unirse un parapsicólogo antes del final del juicio. O del juicio final.
RUBÉN ARRANZ Vía VOZ PÓPULI
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