Los acusados se mueven en la contradicción de defender el derecho a decidir a la vez que alegan que no hicieron nada para materializar la consulta del 1 de octubre
Pedro García Cuartango
Decía Cornelio Tácito que «para quienes ambicionan el poder no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio».
Los líderes independentistas que se sientan en el banquillo han pasado
del peso de la púrpura a la cárcel, toda una lección de la fragilidad de
la condición humana.
Sin el ropaje de sus cargos y de los laureles del mando, los Forn, Turull, Romeva, Rull, Mundó y compañía parecen personas vulgares y corrientes, empequeñecidas por el terciopelo y los mármoles del Supremo. Lo reflejaba ayer magistralmente Ignacio Camacho en su columna: «resulta imposible no preguntarse cómo gente tan mediocre pudo llevar a cabo un desafío capaz de sacudir los cimientos de un Estado aparentemente granítico». Pero lo mismo le sucedió a Napoleón en su exilio de Santa Elena cuando el hombre que había doblegado a Europa se quejaba de la mala condimentación de la comida en la Longwood House. Rull le emuló al lamentarse de la grasa de las hamburguesas en la cárcel de Soto.
En cambio, la figura de Manuel Marchena se agranda desde su silla curul, que le eleva algunos centímetros sobre el resto de los magistrados. Su tono de seguridad y su solvencia jurídica intimidan. Y a ello contribuye la impresionante escenografía de la sala. Le flanquean dos fasces de bronce romanos que llevaban los magistrados como signos de su imperium. Sus 30 varas de olmo simbolizan la unión y el hacha, la fuerza de la ley.
El presidente escuchó impertérrito las quejas de Rull por no expresarse en su idioma materno y su alegato contra la legitimidad del Tribunal Constitucional, al que calificó de «instrumento político del Estado».
El exconsejero de Territorio formuló una inédita teoría política: la del poder que emana de «la confianza en el pueblo catalán». Fue esa fe la que, según él, hizo aparecer milagrosamente las urnas y las papeletas de la consulta sin ninguna intervención del Govern y con cero gasto público.
Dolors Bassa, exconsejera de Trabajo, adoptó la línea de defensa del choque de legalidades, incidiendo en el argumento del conflicto de intereses entre el Gobierno y la Generalitat. A su entender, la declaración unilateral fue puramente «política» sin ninguna consecuencia práctica.
Sus palabras muestran la contradicción del discurso independentista, que, por un lado, se reafirma en la legitimidad del derecho a la autodeterminación mientras que niega que hiciera algo para ejercerlo. Eso se llama una aporía. En la mejor tradición sofista, es la misma lógica que adoptó Zenón de Elea cuando intentaba demostrar que Aquiles nunca alcanzaría a la tortuga. El problema es que nuestros ojos indican lo contrario.
PEDRO GARCÍA CUARTANGO Vía ABC
Sin el ropaje de sus cargos y de los laureles del mando, los Forn, Turull, Romeva, Rull, Mundó y compañía parecen personas vulgares y corrientes, empequeñecidas por el terciopelo y los mármoles del Supremo. Lo reflejaba ayer magistralmente Ignacio Camacho en su columna: «resulta imposible no preguntarse cómo gente tan mediocre pudo llevar a cabo un desafío capaz de sacudir los cimientos de un Estado aparentemente granítico». Pero lo mismo le sucedió a Napoleón en su exilio de Santa Elena cuando el hombre que había doblegado a Europa se quejaba de la mala condimentación de la comida en la Longwood House. Rull le emuló al lamentarse de la grasa de las hamburguesas en la cárcel de Soto.
En cambio, la figura de Manuel Marchena se agranda desde su silla curul, que le eleva algunos centímetros sobre el resto de los magistrados. Su tono de seguridad y su solvencia jurídica intimidan. Y a ello contribuye la impresionante escenografía de la sala. Le flanquean dos fasces de bronce romanos que llevaban los magistrados como signos de su imperium. Sus 30 varas de olmo simbolizan la unión y el hacha, la fuerza de la ley.
El presidente escuchó impertérrito las quejas de Rull por no expresarse en su idioma materno y su alegato contra la legitimidad del Tribunal Constitucional, al que calificó de «instrumento político del Estado».
El exconsejero de Territorio formuló una inédita teoría política: la del poder que emana de «la confianza en el pueblo catalán». Fue esa fe la que, según él, hizo aparecer milagrosamente las urnas y las papeletas de la consulta sin ninguna intervención del Govern y con cero gasto público.
Dolors Bassa, exconsejera de Trabajo, adoptó la línea de defensa del choque de legalidades, incidiendo en el argumento del conflicto de intereses entre el Gobierno y la Generalitat. A su entender, la declaración unilateral fue puramente «política» sin ninguna consecuencia práctica.
Sus palabras muestran la contradicción del discurso independentista, que, por un lado, se reafirma en la legitimidad del derecho a la autodeterminación mientras que niega que hiciera algo para ejercerlo. Eso se llama una aporía. En la mejor tradición sofista, es la misma lógica que adoptó Zenón de Elea cuando intentaba demostrar que Aquiles nunca alcanzaría a la tortuga. El problema es que nuestros ojos indican lo contrario.
PEDRO GARCÍA CUARTANGO Vía ABC
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