Enrique García-Máiquez
A bote pronto, extraña que los unionistas europeos no se hayan unido al primer manifiesto. Ambos comparten preocupación: «Europa está en peligro», advierte el flamígero; mientras que el de París avisaba: «Europa, con todas sus riquezas y grandezas, está amenazada». Pero si se sigue leyendo se entiende enseguida que no se hayan unido. Según la Declaración de París, el epicentro de los problemas de Europa se localiza en «una falsa comprensión de sí misma». En cambio, la chispa del de las llamas estriba en considerar que el «alma de las naciones y la identidad perdida a menudo solo existen en la imaginación de los demagogos». Mal comienzo, pero bien claro.
«Malo», porque es excesivo decir que el alma de las naciones no existe y más incendiario todavía es llamar «demagogos» a quienes creen que sí. Pero a la vez es claro, porque toca el tema candente. Que hoy por hoy es cómo arbitrar los estados-nación con el proyecto europeo, que quisiera asfixiarlas a base de burocracia, centralismo y pensamiento único.
Quién me iba a decir que yo sería partidario de una tercera vía. Pero así acabó Dante, me consuelo, al que los de Europa en llamas citan, tal vez por el fuego, aunque precipitadamente. Urge encontrar un justo medio entre los que consideran que las naciones sobran en Europa y los que piensan que Europa es enemigo mortal de sus naciones.
Ese justo medio era la posición de los fundadores de la Unión Europea. Era la postura de Dante: ni güelfo negro (partidario de los gobiernos locales) ni gibelino (partidario del poder imperial), sino güelfo blanco, defensor del equilibrio entre las dos espadas. Es la postura de la gran mayoría de europeos. Y la que defiende la Declaración de París, que, en vez de empujar a todos los que aman las naciones a un nacionalismo antieuropeísta, les ofrece una vía comprensiva y comprehensiva.
Lo mejor de Europa en llamas es que pone de manifiesto la actualidad y la necesidad de la Declaración de París.
ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ
Publicado en Diario de Cádiz.
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