El presidente del Gobierno, ayer en el Congreso de los Diputados. /BERNARDO DÍAZ
Lo ocurrido ayer en el Congreso no es ninguna sorpresa. Podemos ya le dio a Sánchez el primer aviso al comienzo de su mandato cuando votó en contra del techo de gasto. Luego fracasó la trapacería de colar oculta en otra ley la reforma de la Ley de Estabilidad Presupuestaria para sortear el control legal del Senado, donde una mayoría del PP mantiene el derecho de veto sobre las cuentas públicas. La torticera pretensión de modificar las reglas de juego por intereses puramente partidistas no arredró al presidente, que se atrevió a algo que causó estupefacción en Bruselas: la presentación de un borrador de Presupuestos antes de que fuese aprobado en el Congreso, lo que provocó una dura carta de amonestación de Jean-Claude Juncker.
Que ayer fuesen los independentistas de ERC y PDeCAT los que votaran junto a PP y Cs para devolver unos Presupuestos en los que no confiaban ni la UE ni el FMI (por la imposibilidad de financiar unas partidas de gasto expansivas, como le había exigido Podemos) era otro fracaso anunciado. En su reunión con Torra, Sánchez había aceptado hablar de unos infamantes 21 puntos que sabía que no podría cumplir, como se demostró tras la reacción de la oposición y de pesos pesados del PSOE. El anuncio de Carmen Calvo de designar un relator que levantara acta de una mesa de negociación con los independentistas era más de lo que nuestra democracia podía tolerar.
Sánchez ha aguantado unos meses en el poder a costa de deformar los moldes institucionales. Pero sus malabares con el Estado han fracasado. Es de esperar que anuncie mañana la ansiada fecha electoral para devolver a España el pulso político y la salud democrática.
EDITORIAL de EL MUNDO
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