Si suprimieran los autores las explicaciones sobre sus obras quizás no echáramos en falta nada
Las dos únicas conversaciones que he tenido con Jean Echenoz,
sentados en la terraza de un café y con tiempo por delante —una en
Barcelona el siglo pasado y la otra, hace unos meses, frente al mar de
Bastia—, giraron en torno a un mismo y único tema: el horror y el
absurdo de las entrevistas en las que se espera que el autor de un libro
explique lo que ha escrito. En ambas ocasiones, imaginamos a Kafka
aclarando una y otra vez a la prensa de Praga el significado de La metamorfosis
y qué clase de extraño animal era “el monstruoso bicho” al que hacía
referencia en la primera línea de su relato. ¿Qué era? ¿Un chinche, un
ciempiés, un escarabajo, una langosta? Y también imaginamos a un
agobiado Marcel Proust, rodeado de periodistas que estarían exigiéndole
que explicara científicamente por qué una magdalena sumergida en el té
puede hacernos viajar al pasado.
Decía
Julio Ramón Ribeyro que uno escribe dos o tres libros y luego se pasa
la vida respondiendo a preguntas y dando explicaciones sobre ellos, lo
que probaría que a la gente le interesa tanto o más las opiniones del
autor sobre sus libros que sus propios libros, y que quién sabe, quizás a
causa de ello ese autor no escribe nuevos libros o solo libros sobre
sus libros. Para contrarrestar este peligro, proponía Ribeyro tener
presente que una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene
excusa y una obra mediocre carece de todo interés.
De modo que si un buen día suprimieran los autores
las explicaciones sobre sus libros quizás no echáramos en falta nada. Es
más, nos ahorraríamos groseros esfuerzos y sudores inútiles. Es algo
que parecía tener claro John Ashbery cuando interrumpió a su amigo,
también poeta, Kenneth Koch, en una conversación de 1965 en Tucson,
Arizona. Le interrumpió para decir: “Bostezo”. El tenso silencio que
siguió a esa palabra fue el punto de partida de un breve rifirrafe.
Koch: “¿Puedo saber por qué te aburres?”. Ashbery: “Lo que decías se
parecía demasiado a cómo hablan los artistas cuando pretenden explicar
su arte. Y yo pienso que es muy difícil ser un buen artista y ser capaz
de explicar de manera inteligente tu trabajo. De hecho, lo peor de tu
arte siempre es aquello de lo que resulta más fácil hablar”.
Perfecta tesis. Desde que la leí, me intranquiliza ver que voy a
hablar con cierta facilidad del libro que acabo de publicar. Por suerte,
hay veces que freno en seco esa felicidad y hago que asome la verdad,
digo que el libro es tan bueno que voy a ser incapaz de explicarlo de
una manera inteligente. Aún así me hacen preguntas y yo espero a llegar a
la última —siempre acerca de mis proyectos— para poder por fin simular
que explico algo. Cuando esa pregunta final llega, digo que preferiría
no pensar que tengo algún objetivo en concreto, ya que en tal caso
podría verme obligado a programarme a mí mismo. Rotas las expectativas
del entrevistador, el problema suele llegar cuando, después de esa
respuesta, a este aún le queda otra pregunta.
ENRIQUE VILA-MATAS Vía EL PAÍS
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