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martes, 19 de febrero de 2019

NO HE VENIDO A HABLAR DE MI LIBRO

Si suprimieran los autores las explicaciones sobre sus obras quizás no echáramos en falta nada


El escritor francés Jean Echenoz, en su casa de París en 2018. Eric Hadj


Las dos únicas conversaciones que he tenido con Jean Echenoz, sentados en la terraza de un café y con tiempo por delante —una en Barcelona el siglo pasado y la otra, hace unos meses, frente al mar de Bastia—, giraron en torno a un mismo y único tema: el horror y el absurdo de las entrevistas en las que se espera que el autor de un libro explique lo que ha escrito. En ambas ocasiones, imaginamos a Kafka aclarando una y otra vez a la prensa de Praga el significado de La metamorfosis y qué clase de extraño animal era “el monstruoso bicho” al que hacía referencia en la primera línea de su relato. ¿Qué era? ¿Un chinche, un ciempiés, un escarabajo, una langosta? Y también imaginamos a un agobiado Marcel Proust, rodeado de periodistas que estarían exigiéndole que explicara científicamente por qué una magdalena sumergida en el té puede hacernos viajar al pasado.

Decía Julio Ramón Ribeyro que uno escribe dos o tres libros y luego se pasa la vida respondiendo a preguntas y dando explicaciones sobre ellos, lo que probaría que a la gente le interesa tanto o más las opiniones del autor sobre sus libros que sus propios libros, y que quién sabe, quizás a causa de ello ese autor no escribe nuevos libros o solo libros sobre sus libros. Para contrarrestar este peligro, proponía Ribeyro tener presente que una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés.

De modo que si un buen día suprimieran los autores las explicaciones sobre sus libros quizás no echáramos en falta nada. Es más, nos ahorraríamos groseros esfuerzos y sudores inútiles. Es algo que parecía tener claro John Ashbery cuando interrumpió a su amigo, también poeta, Kenneth Koch, en una conversación de 1965 en Tucson, Arizona. Le interrumpió para decir: “Bostezo”. El tenso silencio que siguió a esa palabra fue el punto de partida de un breve rifirrafe. Koch: “¿Puedo saber por qué te aburres?”. Ashbery: “Lo que decías se parecía demasiado a cómo hablan los artistas cuando pretenden explicar su arte. Y yo pienso que es muy difícil ser un buen artista y ser capaz de explicar de manera inteligente tu trabajo. De hecho, lo peor de tu arte siempre es aquello de lo que resulta más fácil hablar”.

Perfecta tesis. Desde que la leí, me intranquiliza ver que voy a hablar con cierta facilidad del libro que acabo de publicar. Por suerte, hay veces que freno en seco esa felicidad y hago que asome la verdad, digo que el libro es tan bueno que voy a ser incapaz de explicarlo de una manera inteligente. Aún así me hacen preguntas y yo espero a llegar a la última —siempre acerca de mis proyectos— para poder por fin simular que explico algo. Cuando esa pregunta final llega, digo que preferiría no pensar que tengo algún objetivo en concreto, ya que en tal caso podría verme obligado a programarme a mí mismo. Rotas las expectativas del entrevistador, el problema suele llegar cuando, después de esa respuesta, a este aún le queda otra pregunta.


                                                                                 ENRIQUE VILA-MATAS    Vía EL PAÍS


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