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lunes, 25 de febrero de 2019
Cuando la cuestión nacional es el campo de batalla de las elecciones
La fragmentación en tres tercios del
espacio situado a su derecha y la implosión suicida de Podemos le ponen
fácil al PSOE obtener una cómoda primera posición el 28 de abril
Sánchez (i) y Torra (d), reunidos en Pedralbes. (Reuters)
Hay cuestiones que, más allá de las posiciones ideológicas de
partida, adquieren tal intensidad en la conciencia social que marcan a
fuego un momento histórico, incluidas todas las votaciones que se
celebran en ese período.
Las próximas elecciones generales en Gran Bretaña serán sobre el Brexit, como las últimas en Italia fueron sobre la inmigración. En España, en 2011 se votó bajo el impacto brutal de la crisis económica.
La constatación del fracaso ante ella del gobierno socialista dio la
mayoría absoluta al PP. En 2015, el tema principal fue la corrupción
asociada al bipartidismo; los dos partidos tradicionales perdieron apoyo a raudales
y dos partidos nuevos recolectaron cerca de 9 millones de votos. No
hizo falta que se produjeran grandes desplazamientos ideológicos, porque
el motor del voto fue otro.
Tienen razón quienes sostienen que
las elecciones de 2019 girarán ante todo sobre la cuestión nacional. Las
de abril y, probablemente, también las de mayo. En realidad, todo en
España ha girado sobre ella en los tres últimos años.
Aquí hubo un seísmo político, con el epicentro situado en el mes de octubre de
2017, que sacudió emocionalmente al país de forma inusitada. Además de
destruir la convivencia en Cataluña, el 'procés' secesionista infectó
por completo la política española. Los efectos del virus siguen ahí,
activos y condicionándolo todo. Pase lo que pase en el Tribunal Supremo,
el veredicto de las urnas vendrá inexorablemente definido por la cuestión de la unidad de España, que reabre líneas divisorias más potentes y mucho más venenosas que las ideológicas.
En
el análisis político es inútil orillar los hechos, por mucho que
estorben a nuestros deseos. Aquí ha habido dos hechos sucesivos de los
que no se puede prescindir. El primero es que se produjo un golpe institucional que puso al Estado al borde del colapso.
El segundo es que, desde junio del 18, el Gobierno de España ligó su
subsistencia al apoyo de las fuerzas políticas que promovieron el golpe o
lo respaldaron. Y todo indica que quien preside ese Gobierno se dispone
a mantenerse en el poder con esos mismos apoyos. Simplemente, porque no
tiene otros.
Esos dos hechos son el factor diferencial de España respecto a las demás democracias europeas. Sus
efectos radiactivos han transformado el mapa político, han traído al
escenario a la extrema derecha organizada, han alterado todas la
estrategias y condicionan las alianzas presentes y futuras. El conflicto
de Cataluña es nuestro Brexit: nada escapa a su poder destructivo.
No se
trata aquí de si los liberales pueden pactar con los socialdemócratas,
ojalá fuera esa la cuestión; más bien se trata de si un partido fundado
para combatir al nacionalismo hegemónico en Cataluña está en condiciones
(objetivas y subjetivas) de compartir gobierno con quien ha hecho de la connivencia con los nacionalistas la fuente de su poder. Tratar de eludir la respuesta no elimina la radical pertinencia de la pregunta.
Pedro Sánchez pudo haber evitado abrir ese dramático parteaguas entre fuerzas democráticas si, tras sacar a Rajoy de
la Moncloa, hubiera convocado elecciones inmediatamente. Su empeño en
prolongar su estancia en el poder sobre la explosiva alianza que lo
alumbró ha tenido múltiples consecuencias nocivas: la más grave ha sido la quiebra del frente constitucional que
se enfrentó al golpe del otoño del 17. Ha resultado funesto sustituir
la solidez de aquella concertación por la descabellada aventura de
actuar en solitario, con el único apoyo de una fuerza tan equívoca en
esta materia (y en tantas otras) como Podemos. Sánchez ha abierto entre
los partidos constitucionales el peor de los fosos, el de la
desconfianza.
La segunda es que ha hecho reaparecer la vieja y
ponzoñosa división entre la España centrífuga y la centrípeta. Y,
además, ha arrastrado a su partido al campo de atracción de las fuerzas
centrifugadoras, echando por la borda el virtuoso equilibrio que el PSOE representó durante décadas y sembrando el terreno para un cisma interno a medio plazo.
Sánchez
ha transmitido la idea de que la solución del problema de Cataluña
vendrá de un acuerdo de la izquierda con los nacionalistas
Desde
su llegada al Gobierno, Sánchez ha transmitido la idea de que la
solución del problema de Cataluña vendrá de un acuerdo de la izquierda
con los nacionalistas, excluyendo de la ecuación a las fuerzas situadas a
su derecha, que representan a la mitad del país. Es un mensaje
escabroso, además de sectario. Algo tan absurdo como la pretensión
alternativa de que un tripartito de la derecha resolvería el problema por sí solo y sin consenso, mediante un expeditivo 155 sin propósito ni final conocidos.
Todo lo que Sánchez ha hecho respecto al desafío separatista se ha encaminado a asegurarse el respaldo de Iglesias y,
juntos, abrir espacios de negociación y socorros mutuos con el
independentismo. Ni un movimiento para buscar el entendimiento con el
PP, primer partido en el Congreso de los Diputados, ni con Ciudadanos, primera fuerza en el Parlament de Cataluña.
Como
ni siquiera Sánchez puede concebir seriamente que por ese camino pueda
llegarse a la solución del problema de fondo, hay que concluir que en
esta cuestión crucial (como en tantas otras) su ambición personal ha prevalecido sobre cualquier otra consideración.
En esta cuestión crucial (como en tantas otras) su ambición personal ha prevalecido sobre cualquier otra consideración
Rivera ha
puesto drásticamente a los votantes potenciales del Partido Socialista
ante una realidad que muchos de ellos se resisten a reconocer: quien
vote a Pedro Sánchez debe ser consciente de que, al hacerlo, estará respaldando un pacto estable de gobierno del PSOE con Podemos y con el independentismo, con todo lo que ello implica.
Cierto es que, al encajonar al PSOE en el espacio Frankenstein, Rivera se ha encajonado a sí mismo, apostándolo todo a la quimera de ser él quien encabece al tripartito;
y lo que es peor, ha contribuido a esta terrible carrera por encajonar
al país en caminos sin salida. Incluso si se diera la carambola y
alcanzara su objetivo de llegar a la Moncloa, no podría dar un paso
adelante sin superar el enconado bloqueo con el PSOE, que seguiría bajo
el control de Sánchez. ¿Se lo permitirían sus aliados?
La fragmentación en tres tercios del espacio situado a su derecha y la implosión suicida de Podemos le ponen fácil al PSOE obtener una cómoda primera posición el 28 de abril,
lo que convertirá a Pedro Sánchez en el candidato natural a la
investidura. A continuación, debe resolver dos enigmas: de qué bancadas
saldrán los 175 escaños que necesita y, de lograrlos, cómo piensa seguir
abordando la cuestión nacional sin contar con la mitad de la nación.
Exactamente
las mismas preguntas hay que plantearlas en el otro lado de la
trinchera. Es lo que sucede cuando la cuestión nacional se convierte en
el campo principal de la batalla electoral.
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