/EFE
Todo declarante tiene la obligación legal de ceñirse estrictamente a los hechos que se enjuician. El juez Marchena, con un criterio garantista y razonable, permitió al ex vicepresidente de la Generalitat explayarse en la retahíla de evasivas y falsedades que fue vertiendo. De no haberse limitado a responder a su abogado, su declaración hubiera sido más relevante, teniendo en cuenta que la Fiscalía le sitúa como el autor intelectual de "un plan minucioso, orquestado y pluriconvergente para un delito de rebelión". Junqueras, en vez de defenderse, actuó ayer de punta de lanza de la estrategia independentista, que aborda el juicio en el Supremo como si se tratara poco más que de un trámite previo al recurso al Tribunal Europeo de DDHH de Estrasburgo; es decir, como si España fuera un régimen en el que se persigue a los ciudadanos por sus ideas y no un Estado de derecho con plenas garantías procesales. En este contexto, resulta lacerante la inacción del Gobierno para contrarrestar el relato separatista en el exterior, ya sea permitiendo la reapertura de embajadas o con torpezas como la reciente de Irene Lozano, secretaria de Estado de la España Global, quien en una entrevista en una televisión británica comparó el golpe secesionista con una violación.
El tono mitinesco del líder de ERC contrastó con la declaración de Joaquim Forn. Se defendió recurriendo a argumentos jurídicos y pertrechado de abundante documentación durante el interrogatorio. El ex consejero de Interior negó haber participado en la ejecución del 1-O, así como la desobediencia de los Mossos ese día. También relegó la declaración unilateral de independencia a la condición de mera "declaración política"; o lo que es lo mismo, la Generalitat llamó a los catalanes a votar una farsa. Sus palabras retrataron las mentiras de Junqueras y permitieron constatar la diferente línea de defensa de los acusados.
EDITORIAL de EL MUNDO
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