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martes, 12 de febrero de 2019

El diálogo en Cataluña es inútil; la negociación, ahora, es inviable

Lo que se ha intentado en Cataluña durante los últimos meses, tanto por parte del Gobierno central como del catalán, no ha sido un simple diálogo sino una negociación


Carmen Calvo, Pedro Sánchez, Quim Torra y Pere Aragonès. (Reuters)


Desde hace años, en nuestro país se usan indistintamente dos conceptos que en realidad son muy diferentes: diálogo y negociación. Diálogo es un intercambio de puntos de vista. Implica que dos partes enfrentadas en una controversia se sienten juntas a una misma mesa para explicarse mutuamente sus posturas. El diálogo es descriptivo. La negociación, en cambio, consiste en que estas partes entren en el contenido, que hagan concesiones y renuncien a una parte de sus postulados (la existencia de la controversia implica que las posiciones de las partes son, al menos en parte, incompatibles). En este sentido, la negociación es siempre prescriptiva. Implica meterse en harina.

En mi opinión, en el actual contexto político en Cataluña, el diálogo es inútil. No aporta nada a la solución. Y, a su vez, la negociación es inviable. Trataré de explicar las razones para sostener esta postura.




El diálogo, el sentarse juntos a una mesa para explicar las respectivas posiciones, es un instrumento útil en conflictos en los que la desconfianza entre las partes es absoluta y los canales de comunicación son prácticamente inexistentes. Normalmente, son conflictos que han alcanzado este punto por ser violentos (como enfrentamientos bélicos o terroristas). El diálogo se establece no porque vaya a conducir a nada en concreto, sino para establecer las bases de una negociación futura.

El ejemplo clásico de un diálogo de este tipo fue la primera parte de las conversaciones secretas de Kissinger y Le Duc Thuo en París, bajo la presidencia de Nixon, en el conflicto entre EEUU y Vietnam. Durante años, estas conversaciones se mantuvieron a pesar de que el conflicto armado se recrudecía. Los encuentros no condujeron a ningún resultado concreto; las partes se veían en secreto en París, tomaban té, se intercambiaban siempre los mismos documentos, pero no acercaban ni un milímetro sus posturas. El objetivo no era ese, sino abrir los canales que permitiesen una verdadera negociación cuando existiesen las condiciones objetivas para hacerla viable.

El ejemplo clásico de un diálogo de este tipo fue la primera parte de las conversaciones secretas de Kissinger y Le Duc Thuo en París

El diálogo, así definido, también sirve para entender mejor la postura de la otra parte, comprender sus motivaciones y la importancia que concede a los diferentes elementos de la controversia. Las administraciones de EEUU y Vietnam tenían tan solo un limitado conocimiento una de la otra. Vietnam había sido colonia francesa, y sus relaciones tanto comerciales como culturales con Norteamérica eran limitadas.

Las llamadas 'negociaciones de Argel' o las conversaciones en Ginebra entre emisarios de ETA y del Gobierno de Aznar, que estos días se han traído a colación, respondieron también a un patrón de diálogo más que de negociación. Como también sucedió en Irlanda. Lo común a todos estos casos era la incomunicación casi absoluta entre las partes. El objetivo del diálogo, insisto, era más de forma que de fondo: se trataba de labrar primero el terreno para poder sembrar después.



El diálogo en Cataluña, en el sentido descrito, es innecesario por inservible. Las posturas respectivas son bien conocidas. Y por muy deteriorada que esté la relación entre las administraciones, en ningún momento han desaparecido los canales de comunicación. Los parlamentos, por ejemplo, nunca han dejado de tener representación de todas las sensibilidades políticas, donde los partidos se sientan juntos y mantienen conservaciones de manera constante (el otro día, Ignacio Varela decía con gracejo que Miquel Iceta siempre ha hablado más con los partidos independentistas que con cualquier otro dirigente de su partido, salvo Pedro Sánchez).

Lo que se ha intentado en Cataluña durante los últimos meses, tanto por parte del Gobierno central como del catalán, no ha sido un simple 'diálogo', sino una 'negociación'. Basta leer el documento que la vicepresidenta Calvo distribuyó el viernes pasado. En él se afirma la necesidad de “iniciar un diálogo político efectivo” (en realidad, una negociación) “que vehicule una propuesta política que cuente con un amplio apoyo en la sociedad catalana“. Y más adelante se insiste en la misma idea: “El objetivo del doble foro de diálogo es consensuar una propuesta política democrática para resolver el conflicto sobre el futuro de Cataluña”.



No era un dialogo lo que se proponía, sino una verdadera negociación. ¿Por qué esta negociación, en el actual contexto político, es inviable? En mi opinión, por tres motivos: en primer lugar, por la debilidad de la parte catalana, dividida en varias facciones (JxCAT y ERC, los políticos presos y los que están fugados, y los que están en Cataluña y los diputados en Madrid). Esta multidivisión provoca una especie de 'carrera' hacia las posiciones más radicales. Todas las facciones que forman el conglomerado del independentismo se vigilan unas a otras con el rabillo del ojo, para evitar ser acusadas de 'entreguismo' a Madrid. La presentación sorpresiva de una enmienda a la totalidad de los Presupuestos por parte de ERC la semana pasada cabe entenderla dentro de esta competición entre los independentistas. La decisión de los republicanos 'empujó' al partido de Puigdemont a hacer lo mismo. Una vez presentadas las enmiendas, es mucho más difícil retirarlas.

La segunda razón que hace inviable la negociación es la extrema debilidad del Gobierno de Sánchez. El simple hecho de que necesite a los partidos independentistas para aprobar los Presupuestos y alargar la legislatura invalida de raíz cualquier intento por abordar la cuestión de Cataluña. Por muchos contorsionismos que hagan la vicepresidenta Calvo o el propio presidente Sánchez por desvincular el diálogo-negociación con los partidos independentistas catalanes de la suerte de los Presupuestos (y con ellos, de la legislatura), la relación causa-efecto entre uno y otro es evidente.

En definitiva, la situación de Cataluña aconsejaba una única salida: esperar y ver. Y dejar para mañana lo que no se podía resolver hoy

Y la segunda debilidad es la interna de Pedro Sánchez, en su propio partido. Como su victoria en las primarias fue a todas luces inesperada, a veces se olvida que Sánchez ganó las primarias socialistas con apenas el 50% de los votos, mientras casi un 40% de militantes socialistas se decantó por Susana Díaz y un 10%, por Patxi Lopez. Prácticamente la totalidad de dirigentes territoriales se decantó por la entonces presidenta andaluza. Por mucho que la llegada a la Moncloa haya tapado algunas de las heridas socialistas, el hecho es que Sánchez pilota un partido dividido, en que las costuras territoriales están a punto de reventar en cada curva.

Y el tercer motivo es aún más obvio: este martes empieza en el Tribunal Supremo el juicio a los dirigentes catalanes que en otoño de 2017 protagonizaron un asalto al orden constitucional. Esta es la herida por la que sangran los partidos independentistas, y sobre este asunto (afortunadamente) la capacidad de maniobra del Ejecutivo de Sánchez es prácticamente ninguna.

En definitiva, la situación de Cataluña aconsejaba una única salida: esperar y ver. Y dejar para mañana lo que no se podía resolver hoy. Por muchas urgencias que tuviesen las partes (especialmente el Gobierno de Sánchez), ha vuelto a demostrar su validez lo que dicen que dijo el torero: lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible.


                                                                              ISIDORO TAPIA   Vía EL CONFIDENCIAL
 

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