Manifestación por la unidad de España.
Imposible imaginar hace unos años que la democracia
española pudiera llegar a caer en el pozo de infamia en el que hoy se
encuentra. Ni el más osado de los analistas hubiera podido sospechar
que, cuando la creíamos firmemente asentada entre nosotros, el
nacionalismo catalán, convertido ya en separatismo a palo seco, fuera a
encargarse de entronizar en Moncloa al séptimo presidente del Gobierno
(“Prometo por mi conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones
de presidente del Gobierno, con lealtad al Rey, y hacer guardar la
Constitución como norma del Estado…”) con el objetivo de sostenerle en
el cargo el tiempo suficiente para lograr la separación de Cataluña,
arramblando con esa Constitución que el felón, ni conciencia ni honor,
prometió defender. Hemos vivido no pocos episodios vergonzosos en
nuestra historia, pero pocos tan ignominiosos como este: El 1 de junio
de 2018, previa espantada del cobarde Rajoy, no fue Pedro Sánchez
y su PSOE quienes se hicieron con el poder, sino los separatistas
catalanes con la inestimable ayuda de los neocomunistas y del PNV. Desde
entonces, Sánchez es apenas su rehén, una marioneta cuyo vuelo
mantendrán en tanto en cuanto les alcance para romper España. Ellos
tienen un objetivo claro. Sánchez solo tiene su ambición.
Es el momento más bajo de la historia de España reciente, comparable en iniquidad al protagonizado en Bayona por esa familia de Carlos IV a la que magistralmente retrató Goya en
pintura que hoy admiramos en El Prado. El intento de acabar con el
Parlamento para sustituirlo por “instituciones” paralelas a la
venezolana manera, -esa “mesa de partidos” en la que el PSC de Iceta
y Podemos se iban a encargar de negociar con separatistas catalanes,
nacionalistas vascos y filoetarras una “solución política al problema de
Cataluña”, en palabras de Maritornes Calvo,
con la ayuda de un mediador, a ser posible extranjero-, es sin duda el
desafío más grave sufrido por nuestra democracia desde el intento de
golpe de Estado del 23-F. Es el cierre definitivo del régimen de la
Transición y la evidencia de su fracaso político, a resultas de su
incapacidad para regenerarse desde dentro. La quiebra de la democracia
de partidos y la constatación de los fallos de diseño de nuestra
arquitectura constitucional.
La nación se ha despertado, consciente de que este es un envite trascendental, uno de esos desafíos capaces de poner en grave riesgo la convivencia. Por eso nos echamos hoy a la calle en Madrid, para decir "no" a quienes arteramente quieren robarnos el futuro
Porque las culpas no son achacables en exclusiva a
Sánchez, ni mucho menos. Él es apenas el último eslabón en un largo
proceso de degradación de la política y la clase política en un país sin
tradición democrática, sin instituciones de raigambre, sin sociedad
civil fuerte, sin élites dirigentes dignas de tal nombre, capaces todas
ellas de haber puesto a los sucesivos presidentes del Gobierno frente a
la pared de sus responsabilidades. Testigo directo de la gran crisis de
finales de 1992 y 1993 que llevó a un millón de trabajadores al paro,
con los escándalos de corrupción del felipismo por
colofón, estaba claro que esas elites tendrían que haber procedido, sin
la amenaza de la acorazada Brunete, a una revisión en profundidad de
nuestra Carta Magna para corregir los defectos de diseño en esa mentada
arquitectura institucional, para enmendar las cosas que no se habían
hecho bien, tal que la España de los 17 Estaditos
dispuestos, llegado el tiempo, a convertirse en 17 Cartagenas, las
competencias cedidas en Educación, la ruptura del mercado único, la
fragmentación de la Justicia, y esa Ley Electoral que ha convertido a
los partidos nacionalista en árbitros interesados de la vida política
española a cambio de suculentos réditos, y que finalmente ha terminado
por animarles a atentar a cara descubierta contra la Constitución.
Nada hizo Felipe, y mucho menos Aznar
cuando esas disfunciones eran ya visibles hasta para un ciego. Los
partidos del turno, convertidos en sociedad de socorros mutuos, se
habían aficionado a gobernar pastando en el Presupuesto, ocupando las
instituciones y robando cuando era menester, aunque, eso sí, permitiendo
a los nacionalistas hacer lo propio en sus territorios respectivos.
Zapatero, además de arruinar la Economía, rompió el espíritu de
reconciliación entre españoles que alumbró la Constitución del 78, quizá
su fruto más excelso, obligándoles, cual desesperados modernos Sísifos,
a enfrentarse de nuevo con la piedra excesiva de sus demonios
familiares históricos. Pudo arreglarlo Mariano Rajoy
con la abrumadora mayoría de que dispuso a partir de noviembre de 2011,
pero eso hubiera sido pedirle peras a un olmo seco partido por el rayo
de la mediocridad más absoluta. Una desgracia para España, y el
reconocimiento de la carencia de sistemas mínimamente fiables de
cooptación de la dirigencia política en nuestro país. De modo que el
separatismo catalán, que llevaba sembrando el odio entre su grey desde
el famoso “Programa 2.000” de Jordi Pujol, se dio cuenta de que el fiero león de aquella mayoría
era apenas un acicalado osito de peluche con el que era posible jugar a
conciencia.
Una trampa para bobos
De haber estado construido de otra pasta, Rajoy hubiera llamado a capítulo a Artur Mas
en los primeros días de su mandato, enero de 2012 si no antes, para
leerle la cartilla en Moncloa: ni una voz más alta que la otra fuera de
la Ley y la Constitución, y ahora vas y lo parlas en Barcelona.
Calentito. Lo normal en un país serio. Como no hizo sino todo lo
contrario, a los herederos de Pujol les sobraron unos meses para,
septiembre de 2012, llenar las calles con una gigantesca Diada a la que
el bello Arturo se subió en marcha
convencido de que ese era el caballo ganador. Fue el “ahora o nunca” del
nacionalismo en el momento más bajo de España (vendrían otros peores,
cierto), con un cobarde taimado en la presidencia, una economía
arruinada y una crisis política de caballo. En la primavera de 2014,
alguien se acercó al ministro Fernández Díaz para comerle la oreja con el cuento de que Germà Gordó
estaba dispuesto a protagonizar un golpe de mano en Convergencia para
derribar a Mas y erigirse en interlocutor idóneo entre la Generalidad y
el Gobierno central, qué interesante, y el beato Fernández picó el
anzuelo, hasta que algún avisado vino raudo a sacarlo del error,
merluzo, cómo va a traicionar Gordó a Mas si ha sido siempre su chico de
los recados, además del gestor de sus dineros, esto no puede ser más
que una trampa para bobos.
Conocimos el episodio dos años después, cuando, en julio
2016, salieron a relucir las grabaciones que en su propio despacho, lo
nunca visto en un ministro del Interior, había realizado el gran
“relator” (¡ahí lo tienes, Maritornes, báilale!) del reino, el inefable Villarejo.
Y cuando, después de sucesivas micciones en la pechera de Mariano por
parte de un separatismo xenófobo y supremacista, enfermizamente
manipulador y mentiroso (“que escapa de la política para adentrarse en
el psicoanálisis”, Alfonso Guerra este
miércoles), el gallego gazmoño se atrevió por fin a aplicar el 155, lo
embalsamó en unas elecciones autonómicas a un mes vista, sin desmontar,
siquiera rozar, ninguna de las estructuras de poder y manipulación
mediática del separatismo. Es así como hemos llegado hasta el fondo del
pozo, pasando antes por el afrentoso episodio, del que quedará registro
en los libros de historia, de la tarde noche del 31 de mayo pasado, con
el presidente del Gobierno huyendo despavorido de un Congreso en el que
se dilucidaba el futuro de España para ir a emborracharse a un garito de
la calle Alcalá, esquina Independencia. Casi todo nos lo hubiéramos
ahorrado si el gañán hubiera tenido las gotas de patriotismo suficiente
para haber dimitido. No lo hizo. Sigue sin explicar por qué. Pobre
España. Triste historia de España.
Los españoles se merecen un proyecto de país capaz de sostener un Estado del bienestar razonable, es decir sostenible, ergo financiable, donde las empresas no sean un mero sujeto pasivo al que freír a impuestos
El resto es sabido. Cuesta abajo y sin frenos hemos
llegado hasta el personaje que ahora nos gobierna, un auténtico okupa
privado de la legitimidad que otorgan las urnas. Rehén de quienes le
hicieron presidente y le sostienen en el cargo, el bergante no ha tenido
más remedio que cumplir los compromisos contraídos con el separatismo
poniendo en marcha, en lo sustancial, esos 21 puntos de oprobio que
Torra deslizó en su bolsillo en Barcelona, esas instituciones paralelas
que deslegitiman las que democráticamente los españoles nos dimos en su
día, y aceptando el marco discursivo del separatismo (la existencia de
un conflicto entre dos Estados en condiciones de igual a igual,
necesitados, además, de un mediador, un mamporrero, diríase en román
paladino, capaz de hacer entrar lo que no cabe: la ruptura de España
para dar satisfacción a la corrupta elite nacionalista catalana. Como no
podía ser menos, la nación se ha despertado, consciente de que este es
un envite trascendental, uno de esos desafíos capaces de poner en grave
riesgo la convivencia. Por eso nos echamos hoy a la calle en Madrid,
para decir "no" a quienes arteramente quieren robarnos el futuro
acabando con más de 40 años de paz y libertad, y para obligar a nuestro
aprendiz de Maduro a convocar elecciones
cuanto antes, en las que los españoles, de derechas y de izquierdas,
digan lo que tengan a bien decir en democracia.
El peligro no ha desaparecido
Al
aprendiz de brujo no le preocupa en demasía, en mi opinión, la
convocatoria de hoy en Colón, sino la rebelión protagonizada en el seno
del PSOE de siempre por figuras tan relevantes como las de González,
Guerra y otros. Es lo que le ha obligado a protagonizar ese simulacro de
ruptura de negociaciones, ese teatrillo impostado que no ha conseguido
engañar a nadie. El peligro no ha desaparecido, ni mucho menos. El
separatismo no ha sido derrotado, ni desalojado de su puesto el granuja
que tiene secuestrado al PSOE. La movilización de la ciudadanía
(incluyendo en ella naturalmente a buena parte del voto socialista
clásico) permite augurar, no obstante, que desde el fondo del pozo en
que hoy nos hallamos las cosas ya solo pueden ir a mejor. Con la
condición, claro está, de que hayamos aprendido la lección. Porque este
no es el final de nada, sino el principio de casi todo. Con la condición
de que nuestras élites políticas, conscientes del riesgo de caída en el
abismo en que nos hallamos, se pongan a trabajar para, elecciones
generales mediante, lograr un gran pacto capaz de abordar la mentada
reforma de la Constitución destinada a coser los jirones de un traje que
en parte se ha quedado viejo por estrecho o equívoco.
Hay
que acabar de una vez por todas con el chantaje nacionalista. No es
posible seguir sometidos a la afrenta de ese nacionalismo vasco que vota
los Presupuestos a Rajoy y al día siguiente lo descabalga del Gobierno
porque le convine más el piernas que acaba de salir a la palestra, a
quien vamos a poder manejar a nuestro antojo. Y quien habla de parar los
pies al nacionalismo, habla también de recuperar las competencias en
Educación para el Estado y de tantas otras cosas que están en la mente
de todos. Los españoles se merecen un proyecto de país capaz de sostener
un Estado del bienestar razonable, es decir sostenible, ergo
financiable, donde las empresas no sean un mero sujeto pasivo al que
freír a impuestos; un Estado con radical separación de poderes que
garantice propiedad, seguridad y libertad, y en el que cualquier español
–empezando por esa mayoría de catalanes sometidos al yugo del
supremacismo nacionalista- pueda vivir y prosperar en el marco de una
ley igual para todos. Y al separatismo que le vayan dando. Sin
contemplaciones. Sin complejos. ¿Seremos capaces –no hablo ya de
nuestras sedicentes elites políticas- de estar a la altura del reto que
tenemos por delante, o seguiremos ad eternum dando vueltas a la noria de nuestros viejos demonios históricos?.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
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