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sábado, 2 de febrero de 2019

LIBRES O ESCLAVOS. DOS OPCIONES SIEMPRE A MANO




“Nadie es esclavo por naturaleza”, proclamó -ya en su tiempo- uno de nuestros clásicos de la Escuela Jurídica del s. XVI, el dominico P. Francisco de Vitoria; adelantándose a los modernos sistemas y declaraciones de los derechos del hombre. Ningún hombre o mujer nacen esclavos. 

O ellos mismos se hacen más tarde o los hacen otros. O se deviene esclavo por voluntad propia (las esclavitudes voluntarias bien pueden llamarse contrapunto natural de la libertad y por eso siempre han tenido vigencia), o son otros, los tiranos -dicho genéricamente-, quienes atan las cadenas al cuerpo o el alma de los nacidos para ser libres. 

Pienso por ello que ser “libre” o ser “esclavo”, en lo que de uno mismo dependa ser una cosa o la otra -dueño de sí o lacayo de cualquier cosa- es cuestión primaria del vivir, que cada cual debería plantearse y resolver ante las distintas posibilidades de vida humana.

He de confesar que una de mis debilidades son los libros y que, entre ellos, hay títulos que especialmente me atraen, siéndome difícil resistirme a tenerlos cerca para departir y compartir con ellos Ilusiones, inquietudes o anhelos y, más aún. para ver de descubrir a través de su lectura visiones de realidad distintas -en todo o en parte- de mis puntos de vista; y no por otro afán que la curiosidad de asomarme a otros posibles modos de verdad o caras distintas de lo que yo tengo por verdad.


Un título especialmente atractivo para mí ha sido –hace pocos días- el del segundo tomo de las memorias de Jorge Edwards, escritor chileno y Premio Cervantes 1999. Su título -Esclavos de la consigna¬ nada más verlo, me incitó a su lectura por las evocaciones que esos dos sustantivos en conexión suscitaban en mi interior en esta circunstancia –política, religiosa, cultural-, en que ”las consignas” abundan y con frecuencia se difunden como piezas de obligado cumplimiento para los muchos que no han aprendido aún, o no se han decidido, a decir “no” a lo que se llama hoy “lo políticamente correcto”, especie de talismán de “progreso” y etiqueta que libera de ser tildado de “facha” o “carca”.

Y no es que considere malas ni des-aconsejables las “consignas”, que al fin y al cabo son recetas de vida que marcan tendencias de caminos hacia una plenitud o ideal. Es más bien el temor a la tiranía que su aceptación a ciegas o sin matices puede representar o incubar en tiempos de crisis de valores o de vigencias del hombre-masa, tan expuesto por definición a la pasividad o a la sugestión de políticas narcisistas o totalitarias, lo que puede preocupar de ellas.

Aunque no haya leído del todo el libro ni digerido por tanto su contenido, la idea que veo subyacerle a su título y porque en él de “consignas” se habla, me sirve de inspiración para estas reflexiones de hoy sobre algunas consignas que, estos días, se ven posadas en el tapete de la actualidad.

No ser hombre de partido” no impide tomar partido ante las ofertas -más o menos- que a diario saltan en casi todos los escenarios del hombre; ni es óbice –creo yo- para, en momentos de crisis de libertad y de autonomía personal sobre todo, volverse reflexivo hacia las “consignas” que nos acucian, y echarles un vistazo, ponderarlas y glosarlas levemente usando el espíritu crítico que Dios nos ha dió al hacernos racionales y libres. 

Por curiosidad y deleite como digo, aunque más por precaverse -llegado el caso- de sumisiones indebidas o de inconscientes pasividades cuando las “consignas” –de aceptarse a la ligera- o se vuelven equívocas, inoperantes o de vuelo corto, e incluso –en ocasiones- ser nocivas por llevar trastienda de esclavitudes, aunque fuere de las que nacen de la pasividad o la inconsciencia.

Dios me perdone si –en tan noble afán- me saliera del justo medio al intentar precaver ante esas dos posiciones de “libre” o “esclavo” que cada cual puede adoptar ante una “consigna” que se nos da; ya que, pudiendo ser -bien tomada- una positiva clave de acceso a nuevas o innovadas posibilidades del vivir, mal digerida o sin digerir, puede quedarse en nada o en poco, o ser nociva. Ambas salidas –lo poco o nada y lo nocivo- enemigas de una actitud responsable –“saber a qué atenerse”- en cosas que nos conciernen personal o colectivamente.

Unas muestras al aire de estos días:

* Consignas políticas, del PP en su actual convención nacional, que se celebra en Madrid, con aires, más que fervientes, de refundación, regeneración, renovación y de simple encuentro para restañar heridas. Tras oír las proclamas, bien puede verse un campo extenso de sembradura de consignas, Las más reiteradas apuntan en varias direcciones: rearme ideológico; beligerancia activa frente a los que tratan de romper España; bandera y copo institucional de la “derecha”; menos gobierno y más sociedad, o prevalencia de las personas sobre el Estado; huida de lo doctrinario y lo sectario en el quehacer político... Hay más, pero estas valgan.

No son descabelladas, ni mucho menos, estas consignas. Sin embargo, desnudas como llegan, pudieran resultar opacas o vacías si no se vierten en ellas matices o precisiones que las bajen de su perfil genérico y abstracto y les den color y sabor a carne y hueso palpables. No es bueno quedarse en teorías en ofertas de política, siempre tan pragmática por naturaleza.

Si, por ejemplo, de un “rearme ideológico” se profetiza, habría de inculcarse avivar la conciencia de la necesidad de perfeccionar los medios de defensa y apoyo a ideas y creencias a rebufo de los valores que, históricamente, han sido patrimonio radical de esta dimensión del sentir político; y se mencionaran esos valores y principios en vez de darlos por supuestos. 

Y bien hubiera estado que –a la vez que de rearme indeológico- se hubiera inculcado un “rearme moral” evitador para siempre de las corrupciones que han sumido en la miseria últimamente al partido. Porque, a pesar de Maquiavelo, no todo vale en la política.

O si, al invocar una “beligerancia activa” frente a los que quieren romper España, a la actitud valiente que refleja la palabra “beligerancia”, se añadiera una llamada al “coraje” –que es valor, energía y decisión, y no necesariamente “guerra de armas tomar”- de poner -en todo caso de riesgo de los valores esenciales- los medios adecuados al fin, sin los trapicheos o las componendas a que las políticas de todo color son tan aficionadas, cuando las “consignas” se ven morir a manos de los “intereses”.

O si, al presentarse como “lo genuino” en esta dimensión política de la “derecha”, no se olvidara que la diversidad, en todo lo humano, es un valor respetable; que las diversidades en política -a veces- las provocan los mismos que se tienen por abanderados de la “genuino”; o que –en las guerras que no son “de armas tomar”- ganar es convencer más que vencer y que, para convencer la autenticidad, más que las “consignas”, es un grado.

O, por fin, que. para huir de la sectario (buen intento y pretensión), hace falta descabalgar de quimeras egocéntricas –porque son patógenas en política y en todo-; y, por lo que a doctrinario se refiere, persuadirse –cosa no fácil en épocas de rebajas- de que, si ser doctrinario es cosa vitanda, no es vitando ni mucho menos partir de unas doctrinas, ideas y creencias muy concretas, en las que “estar” con pié firme las personas e incluso las colectividades y los partidos –la defensa de la vida por ejemplo, la persona y la sociedad enteramente por delante del Estado, el valor de la Constitución en su letra pero también en su espíritu sin cicateras o acomodaticias restricciones o reservas mentales, etc..

 La credibilidad se ha de ganar con obras ciertamente, pero con obras coherentes con unos principios –que han de ser precisamente los que condensan las “consignas”-, que han de decirse y no darse por supuestos.
Eso hará que quien lleve en las manos una papeleta electoral no cierre los ojos serviles para meterla en la urna, sino que los abre bien para mostrar que es libre y no desea caer en connivencias de inconsciencia, indignidad o malicia.

 Consignas religiosas. Se dan también con los mismos fines legítimos de inculcar tendencias o de marcar objetivos preferentes y de interés superior.

- Estos días celebra la Iglesia católica el Octavario por la unión de los cristianos. La idea que lo preside es la de tomar conciencia el creyente a favor de la unidad, en ideas, creencias y sobre todo actitudes, de todos los que tienen a Jesús como el “Dios con nosotros” del Evangelio y la restante literatura neo-testamentaria. 

El grito divino, que “sean una misma cosa” los que tienen en el Evangelio la primera y última razón de su ser cristiano y la llave maestra de “saber a qué atenerse” en las relaciones con Dios a partir de tal mensaje, lleva dos mil años resonando en tono de urgencias, sobre cuanto llena nombre de “cristiano”. Y ha de ser, por ello, responsabilidad de todos los que se reconocen bajo ese nombre.

Es cierto que -hasta no hace tanto- la ignorancia mutua o, lo que es peor, la guerra de religiones, han sido una constante histórica y el componente -el más aparente y visible- de las relaciones entre las distintas Iglesias cristianas. Como también es cierto que -en esto- el hoy ya no es el ayer, y que a los “anatemas”, las intransigencias e intolerancias y a los mutuos fanatismos y fundamentalismos irracionales han sucedido flujos ecuménicos, hechos de respeto mutuo, de reconocimientos y comprensiones; dentro de una conciencia generalizada de que, si ninguna guerra es cristiana, esta lo es menos.

La consigna católica para estas jornadas viene de conjugar los verbos “departir” y “compartir”. “Departir” que es dialogar en vez de hacerse la guerra, escuchando y hablando. “Compartir” que es solidaridad fraternal en el uso del patrimonio común que los cristianos tenemos para, desde la diversidad que ha marcado diferencias en la Historia, llegar a una conciencia colectiva de una necesidad tan elemental como imperiosa: la de caminar sin pausa hacia esa unidad en lo esencial que vivifica y enaltece la religión.

Aunque la consigna de “departir” para “compartir” que se intima estos días sea de razón y buen sentido, no extrañe que, ante ella, se siga manteniendo la doble opción de los esclavos y de los seres libres; la de quienes la miran, la ven bien incluso, pero prefieren seguir en posiciones más de cabeza dura que de sensatez y racionalidad; y la de quienes creen que ya es hora de repensar la historia y decidirse por la concordia, en un “departir” para “compartir” lo que es –sin duda- patrimonio común de todos.

Esta vez, el servicio a la “consigna” que libera y hace libres sin ruptura o merma de la esencias, frente a las tozudas altanerías de quienes estiman preferible embestir a pensar y razonar en aras de una concordia exigida por Dios. Otra vez, deseando ver seguidores y servidores de la consigna, pero no esclavos de la misma por vía de más o de menos-

- Otra consigna de inminente actualidad viene a la Iglesia de la JMJ, la nueva Jornada Mundial de la Juventud que –a partir del 23 de enero y con presencia activa y animadora del papa Francisco- se va a celebrar en Panamá. 

La consigna le llega del último Sínodo de los Obispos, el de octubre pasado dedicado a la Juventud, que ahora persigue re-actualizarse en esta magna concentración juvenil. La consigna en el caso es una demanda de presencia de la Juventud en la vida y obra de la Iglesia. 

Y si se demanda es porque no la hay. Pero ¿qué se quiere mostrar al pedir esta presencia? ¿Es que los jóvenes que van a las iglesias no tienen presencia en ellas?

Cuando se habla de “presencia” de alguien en algo, un lugar, quehacer, menester, etc., se quiere significar -creo yo- algo más que un “mero estar” allí,; es decir, algo más que una postura de “espectador” o de florero decorativo. 

Y, por ello, habré de entender que la “presencia” de la juventud, que se postula como consigna de la Iglesia hoy, urge la necesidad de un cambio profundo en las actitudes eclesiales o clericales para con ella, de responsabilidad del joven en los compromisos eclesiales y de protagonismo directo en los desafíos que a la Iglesia le salen al paso en esta hora de grave crisis espiritual y de valores a escala mundial. 

Pero no un cambio por el cambio ni un cambio para que las cosas sigan igual, sino el de un verdadero y efectivo replanteamiento del papel activo de los laicos en general y de la juventud en particular en la gestión de la misión de liberar y salvar, que a la Iglesia compete por fundación divina.

Es indudable, con la historia en la mano, que el abuso clerical con nombre de “clericalismo” ha tenido vigencia plurisecular en esa historia; con épocas incluso de clericalismos avasalladores. Es cierto –también sin duda- que Jesús quiso fundar una Iglesia jerárquica, pero no despótica ni acaparadora.

Todo bautizado -hombre, mujer, niño, adulto, joven o anciano decrépito- es partícipe radical en la misión salvadora y evangelizadora de Dios; y lo es en la triple faceta de Cristo sacerdote, profeta y rey, o de “repartir lo sagrado” –el “sacra dans”, del sacerdocio-, de anunciar la Buena Nueva de la Palabra divina, e incluso de dirigir –rex-, en funciones –todo ello- que no sean las derivadas del sacramento del orden sagrado.

Claro que no es un jerarca el laico, sino pueblo llano; pero ser pueblo –a diferencia de ser “masa”- implica radicales menesteres de corresponsabilidad colectiva. Porque pueblo pasivo o inerte, pueblo necio y marginal, es –como con diferentes perfiles y alcances anotaba Quevedo- camino de plata para tiranías de cualquier laya o especie. Ha de haber en la Iglesia una opinión pública, cuyos pensares, decires, sentires y hasta quereres cuenten –al menos algo- en la gestión pastoral (que es la suya propia) de la Iglesia. Si ha de haber, como es lógico, una teología del laicado, en esto puede estar una de sus primeras lecciones.

¿Es que los fieles no tienen reconocidos derechos subjetivos en la Iglesia, incluso frente a la propia Iglesia?

Cuando, tras el Vaticano II, se pensó en establecer una Ley Fundamental de la Iglesia que proclamara tales derechos, era iniciativa surgida en la estela teológica y jurídica del Concilio. No cuajó formalmente la idea por razones que no es del caso recordar, pero ciertamente no fueron razones contrarias a la verdad de unos derechos fundamentales del fiel en la Iglesia. De hecho, en la nueva codificación canónica –perfilada a la luz y sombra de tal Concilio, se incluyó un apartado con un elenco de los “derechos del fiel en la Iglesia”.

 Son realmente principios de la misma fuerza y funciones que las que desempeñan, en los ordenamientos civiles, los llamados “principios generales del derecho” como fuentes del mismo. Y que conste que, entre ellos, los hay que, si se les mira y sobre todo se les aplica bien, dan pié para ver que la presencia postulada para los “seglares” en la Iglesia ha de ser de hecho una “presencia” comprometida en su vida y obra y no un mero “estar” en ella como espectadores o floreros.

Valga también para esta otra consigna lo de antes. Aunque una presencia viva, activa y comprometida de los laicos en la Iglesia –de la juventud en el caso- sea de razón y buen sentido, no extrañe que, ante ella, se siga manteniendo la mentada doble opción de los esclavos y de los seres libres. 

La de quienes la miran, la ven bien incluso, pero prefieren seguir en posiciones más de cabeza dura que de sensatez y racionalidad; y la de quienes creen que ya es hora de repensar la realidad más radical de la Iglesia y decidirse por la justicia de “dar a cada cual lo suyo” dentro de ella misma. La justicia de esta presencia es parte de su justicia y obliga por razones de justicia, porque, si “toda injusticia es pecado”, en la Iglesia lo sería más.

Las anteriores glosas sirvan para una reflexión final conjunta y breve sobre los anteriores atisbos.

Ni el hombre ni la mujer nacen esclavos. Cuando son esclavos, o es porque ellos se hacen esclavos, o porque otros los hacen. Si malignas y malditas son todas las esclavitudes causadas por las tiranías y los despotismos, más numerosas y malignas han de ser las causadas o permitidas por el propio esclavo. Porque estas –a parte de no justificarse nunca, al igual que las otras en esto- revelan poca talla humana de quien –pudiendo no ser esclavo- se presta a vivir como esclavo. 

Sé muy bien que no es fácil evadirse de ciertas esclavitudes y, por eso, salvemos a quienes, al menos, lo intentan. Para los otros –los que hasta se complacen y tienen a gala ser esclavos –que los hay-, aunque me cueste creerlo, es posible que ni perdón de Dios haya.


Ante las “consignas”, pues, servidores, una vez pasadas por el filtro de la conciencia y de la libertad, muy bien; esclavos, nunca.


                                      SANTIAGO PANIZO ORALLO Vía Periodista Digital

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